Inmaculada Concepcion de la Bienaventurada Virgen María

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Génesis 3, 9-15.20: Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso 1, 3-6. 11-12; Evangelio según san Lucas 1, 26-38 

Enseña el CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA sobre la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María:

491 A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María "llena de gracia" por Dios (Lc 1, 28) había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX: ... la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano (DS 2803).

492 Esta "resplandeciente santidad del todo singular" de la que ella fue "enriquecida desde el primer instante de su concepción" (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es "redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo" (LG 53). El Padre la ha "bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo" (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. El la ha elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor (cf. Ef 1, 4). 

María es la “llena de gracia”. Así la saluda el ángel, según hemos proclamado hoy en el Evangelio de la solemnidad. «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo.» No sólo a Ella le fueron aplicados con anticipación los méritos de la Redención de Jesús Salvador, preservándola de todo pecado, por lo cual la llamamos “Inmaculada”, porque fue concebida sin mancha. Además, desde ese primer momento de la concepción, Ella, redimida de la manera más sublime, ha sido llena de gracia y resplandeciente de santidad, bendecida más que cualquier otra persona.

En realidad el proyecto de Dios para la redención y santificación está destinado a todos los hombres. Dice la carta paulina a los cristianos de Éfeso que leímos hoy en la liturgia:

“Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en Él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. El nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido. En Él hemos sido constituidos herederos…

En Cristo y por medio de Él, bendecidos, elegidos, predestinados para ser hijos adoptivos, herederos. El proyecto del Padre, por Cristo, como por un adelanto o prenda de los méritos de Cristo, se concretó, de modo eminente y singular, en la Bienaventurada Virgen María ya desde su concepción.

Nos podríamos preguntar qué intenciones tuvo el Padre cuando de antemano bendijo, eligió, predestinó y constituyó heredera de modo tan excepcional a esta insigne mujer, María. Mostrarnos como una garantía para que nos fiáramos de sus promesas.

En efecto, lo que a nosotros es dado en esperanza, en Ella, María, ya lo vemos realizado, iniciado en su Inmaculada Concepción, plenamente en su Asunción gloriosa, y Ella se convierte entonces para nosotros en garantía de que obtendremos de Dios la salvación y la gloria en que Ella nos precedió.

Parece ahora oportuno parafrasear al Papa Benedicto XVI en su Encíclica “Spe salvi” (2007). Este documento magisterial trata de nuestra esperanza con respecto al Salvador, lo que es muy apropiado en este tiempo de Adviento. Allí nos dice también el Papa en el epílogo que María es para nosotros estrella de esperanza y madre de esperanza.

“Con un himno del siglo VIII/IX, la Iglesia saluda a María, la Madre de Dios, como Estrella del mar”, escribe el Papa. Y explica: “La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su « sí » abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne?”.

Estrella de esperanza porque María expresa lo mejor de la espera y expectativa del Mesías  en el Antiguo Testamento y porque en Ella se cumple las promesa de un Redentor. Continúa Benedicto XVI: “Así, pues, la invocamos: Santa María, tú fuiste una de aquellas almas humildes y grandes en Israel que, como Simeón, esperó « el consuelo de Israel » (Lc 2,25) y esperaron, como Ana, « la redención de Jerusalén » (Lc 2,38). Tú viviste en contacto íntimo con las Sagradas Escrituras de Israel, que hablaban de la esperanza, de la promesa hecha a Abrahán y a su descendencia (cf. Lc 1,55). Así comprendemos el santo temor que te sobrevino cuando el ángel de Dios entró en tu aposento y te dijo que darías a luz a Aquel que era la esperanza de Israel y la esperanza del mundo. Por ti, por tu « sí », la esperanza de milenios debía hacerse realidad, entrar en este mundo y su historia. Tú te has inclinado ante la grandeza de esta misión y has dicho « sí »: « Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra » (Lc 1,38).”

Madre y misionera de la esperanza porque de su testimonio brota esperanza para otros.  Escribe el Papa: “Cuando (María) llena de santa alegría fuiste aprisa por los montes de Judea para visitar a tu pariente Isabel, te convertiste en la imagen de la futura Iglesia que, en su seno, lleva la esperanza del mundo por los montes de la historia.”

Estrella de esperanza en la oscuridad de la cruz. Termina el Santo Padre su Encíclica “Spe salvi” con este párrafo, refiriéndose al momento de la cruz de Jesús: “¿Había muerto la esperanza? ¿Se había quedado el mundo definitivamente sin luz, la vida sin meta? Probablemente (dirigiéndose a María) habrás escuchado de nuevo en tu interior en aquella hora la palabra del ángel, con la cual respondió a tu temor en el momento de la anunciación: « No temas, María » (Lc 1,30). ¡Cuántas veces el Señor, tu Hijo, dijo lo mismo a sus discípulos: no temáis! En la noche del Gólgota, oíste una vez más estas palabras en tu corazón. A sus discípulos, antes de la hora de la traición, Él les dijo: «Tened valor: Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). « No tiemble vuestro corazón ni se acobarde » (Jn 14,27). « No temas, María ». En la hora de Nazaret el ángel también te dijo: « Su reino no tendrá fin » (Lc 1,33). ¿Acaso había terminado antes de empezar? No, junto a la cruz, según las palabras de Jesús mismo, te convertiste en madre de los creyentes. Con esta fe, que en la oscuridad del Sábado Santo fue también certeza de la esperanza, te has ido a encontrar con la mañana de Pascua. La alegría de la resurrección ha conmovido tu corazón y te ha unido de modo nuevo a los discípulos, destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la fe. Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14), que recibieron el día de Pentecostés. El « reino » de Jesús era distinto de como lo habían podido imaginar los hombres. Este « reino » comenzó en aquella hora y ya nunca tendría fin. Por eso tú permaneces con los discípulos como madre suya, como Madre de la esperanza. Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino.”

Eres para nosotros, María,  estrella de esperanza, madre de esperanza, misionera de esperanza, modelo de la esperanza de la Iglesia, lo eres ya desde aquel momento sublime en que fuiste concebida sin pecado y desbordada de la gracia,  que hoy solemnemente celebramos.