IV Domingo de Adviento, Ciclo A

Mateo 1, 18-24: Dios con nosotros

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Isaías 7, 10-14; Carta de san Pablo a los cristianos de Roma 1, 1-7; Evangelio según san Mateo 1, 18-24

Dios con nosotros

La cercanía de Dios, que en Jesús nos salva, es el motivo de nuestra alegría, porque nuestra esperanza se ha cumplido.

A las puertas ya de la celebración de la Navidad, culminamos hoy el tiempo de Adviento, experimentando esa cercanía de Aquel que es llamado Emanuel, o sea Dios con nosotros.

Del misterio de Jesús, el Salvador, Dios hecho Hombre, tratan las lecturas bíblicas de este Domingo. A través de ellas se afirma que, en el seno de esta Madre Virgen, concebido por obra del Espíritu Santo, late el Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero Hombre, cumpliéndose las profecías mesiánicas. El mismo que por la paternidad legal de san José, esposo de María, quien le pone el nombre a Jesús, ingresará por él a la dinastía del rey David.

Así lo afirma el apóstol san Pablo en la magnífica fórmula con la que inicia su Carta a los Romanos que leímos hoy: “Carta de Pablo, servidor de Jesucristo, llamado para ser Apóstol, y elegido para anunciar la Buena Noticia de Dios, que él había prometido por medio de sus Profetas en las Sagradas Escrituras, acerca de su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, nacido de la estirpe de David según la carne…”.

El pasaje del evangelista san Mateo que hoy proclamamos (1, 18-24) no puede comprenderse sin relación a los versículos que le preceden (1, 1-17), donde se narra la genealogía de Jesús, de la cual es una explicación o desarrollo. Por eso, después de la genealogía, viene esta otra sección que introduce con estas palabras: “Jesucristo fue engendrado así” (Mt. 1, 18).

La genealogía de Jesús desde Abrahán  se interrumpe en José, y de él  escribe san Mateo: “esposo de María, de la que nació Jesús, llamado el Mesías”. No es José quien engendra a Jesús, sino María, su prometida virgen, quien “cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo” (1,18). La pregunta que suscita aquel quiebre de las generaciones desde Abrahán hasta José, quien, no obstante,  trasmite la genealogía davídica hasta Jesús, es respondida en los versículos que siguen a la serie de generaciones.

Jesús es el Mesías prometido  que nacería de la descendencia de David. Jesús proviene del linaje de David a través de José pero no por una generación natural sino porque José es el padre legal o adoptivo de Jesús y al imponerle el nombre lo inserta en su genealogía.

Jesús proviene del linaje de David pero supera la línea consanguínea y es superior a David (Mt. 22, 41-45).

Detrás de toda esa cadena de generaciones desde Abrahán había un plan de Dios que llegaría a su madurez con la concepción de Jesús Mesías. Un plan que es obra de Dios y al que Dios ha sido fiel dándole cumplimiento en la historia,  que culmina en Jesús, el Salvador.

La figura de José domina la primera parte del texto. Es el prometido de María. Dice san Mateo que José era un hombre justo. El adjetivo no tiene el sentido que habitualmente le damos hoy: justo es aquel que respeta los derechos de los demás.

La justicia de José aparece aquí vinculada a una decisión que toma antes de la celebración del matrimonio con su comprometida: abandonarla en secreto. Mucho se ha escrito sobre la interpretación de esta actitud de José que no quiere denunciar públicamente a María. ¿Qué es lo que lleva a José a querer alejarse de María? Como es precisamente un hombre “justo”, es dócil y obediente a la voluntad y a los planes de Dios aún cuando fueran ininteligibles para él. ¿Cómo conciliar la virginidad y castidad de María, de la que José no dudaba, con la concepción de ese Hijo que latía en ella? Frente al misterio, no considerándose a la altura de lo que está sucediendo, José se quiere alejar, huir.

José quiere alejarse, mientras en Jesús Dios se le acerca. Y sin embargo, este movimiento de huida lo hace José “porque es un hombre justo”, porque hasta ese momento cree que él debía quedar al margen de esos designios que Dios estaba llevando a cabo en María.

Es entonces cuando el Ángel del Señor se le aparece en sueños y le explica que lo que está ocurriendo es obra de Dios y le exhorta: “No temas recibir a María como esposa”. Y le dice el mensajero de Dios que él, José, también forma parte de los planes de Dios, él es quien debe ponerle el nombre a este hijo.

“Quédate, José, no te alejes de Jesús, el Emmanuel, del Dios que se acerca a nosotros”.

La misión de José es la de custodiar este gran misterio, el de Jesús en María. Y en este nombre, “Jesús”, que por mandato del Ángel de Dios, debe poner José a este niño, se expresa el sentido del Mesías descendiente de David. Jesús significa Dios salva, porque “Él salvará a su Pueblo de todos sus pecados” (Mt. 1,21).

Y aquí tocamos el centro de la Buena Noticia, de lo que creemos, de lo que esperamos y anunciamos: Jesús viene a salvar y no a condenar, a perdonar y no a castigar, no viene a dominar sino haciéndose servidor. ¡Qué diferente este Mesías del concepto de un mesianismo de restauración política que muchos contemporáneos tenían!

Y porque José era un hombre justo, precisamente por eso, cambió lo que ya había resuelto interiormente y “recibió a María como esposa” (Mt. 1, 24). A María, y a Jesús, que por acción del Espíritu Santo había sido concebido en ella.

El que antes pensaba que lo mejor era alejarse del plan de Dios, ahora coopera dócilmente con la voluntad divina abriendo las puertas de su casa a Dios que cumple su designio de acercarse al hombre para salvarlo.

Este “recibió a María como esposa” (1, 24) lo hallamos también traducido así. (José) “llevó a María a su casa”. Y podemos decir: y con María a Jesús. Nosotros también, en este Adviento, no debemos temer recibir a María, y con María a Jesús,  en nuestra casa, y junto a Ella esperar el nacimiento de Jesús en la próxima Navidad.

José, que no concibió a Jesús según la carne, se parece a su esposa María porque, como Ella lo recibió en su útero, también él recibió a Jesús, con María, en su casa, y con Ella custodió en secreto ese Misterio hasta el nacimiento.

Este misterio de la madre virgen ya había sido anunciado por aquel oráculo del profeta Isaías (Is. 7, 14):

“La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel, que traducido significa: «Dios con nosotros»”.

 Aunque, más allá de su contexto histórico inmediato, su sentido pleno quedaría oculto hasta que estas palabras, según escribe san Mateo (1, 22-23), se cumplieran en María y en Jesús.

Lo que a través de esa señal Isaías decía al rey Acaz y al Pueblo era que se fiarán de Dios, que en Dios pusieran su confianza y que esperaran en Él. Porque Dios lo que promete lo cumple.

Ambos nombres, el del oráculo de Isaías: “Emanuel” o “Dios con nosotros”, y “Jesús”, el nombre que debía ponerle san José, vienen a significar lo mismo. El “Dios con nosotros” nos habla de la cercanía de Dios. Esa proximidad de Dios la cumple el Mesías Hijo de David salvando a los hombres de sus pecados; de allí que el Ángel mande a José ponerle al niño el nombre de “Jesús”, o sea “Dios salva”.

Fiarnos de Dios, confiar en Él, seguir esperando siempre, ser dóciles a Su Voluntad, aunque no entendamos muchas veces sus planes, nos dejen perplejos, nos planteen dudas y susciten vacilaciones, ésa es la justicia que Él cuenta en nosotros, como ocurrió con José, llamado un hombre justo.

Con la certeza de que Dios nunca nos falla, de que Él siempre es fiel a sus promesas, de que obra ocultamente sus proyectos aún cuando permita el mal, queremos corresponder de parte nuestra con confianza y abandono.

Él está presente entre nosotros, el “Emanuel” se ha acercado de una vez para siempre y obra siempre en medio de nosotros llevándonos a la salvación.