IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 4, 25 - 5, 1-12a: Las Bienaventuranzas, autoretrato de Jesús
Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga
Sofonías
2, 3; 3, 12-13
LAS
BIENAVENTURANZAS, AUTORETRATO DE JESÚS
Siguiendo la lectura del
Evangelio según san Mateo, proclamamos este Domingo la primera parte del llamado
Discurso de la Montaña.
Y en él
contemplamos a Jesús como un nuevo Moisés en la
montaña, sentado, en la posición propia de quien
habla con autoridad, sentado en la cátedra del monte, como Maestro de Israel
pero también como Maestro y legisladoruniversal
de todos los hombres[1].
Se dirige a todos.
Por eso escribe el evangelista: “Seguían a Jesús grandes multitudes que llegaban
de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania. Al
ver a la multitud…” (Mt. 4, 25 – 5, 1). Se trata de una
multitud llegada de todas partes.
A todos
anuncia que el Reino de Dios en Él ya
ha llegado y ya es causa de bienaventuranza, felicidad, dicha, alegría.
Pero agrega san
Mateo que sus discípulos
se acercaron a Él y entonces comenzó a enseñarles (Mt. 5, 1).
Y
se menciona a los discípulos
no para restringir a ellos los destinatarios de su enseñanza sino para abrirlo a
la universalidad, para ampliarlo a todo hombre que
escuchando y acogiendo su Palabra se haga precisamente discípulo de Jesús.
El mensaje se dirige a todos, pero con la
condición de que se hagan sus discípulos, porque sólo podrán comprenderlo
quienes lo sigan, caminen con Él[2].
Jesús es el
nuevo Moisés, pero Él es
superior a Moisés,
porque, sentado en la montaña, el nuevo Sinaí,
extiende la Alianza a todos los pueblos. La
montaña es el lugar de oración de Jesús, donde Él
se encuentra, cual nuevo Moisés, cara a cara con su Padre Dios. Lo que Jesús
enseña, en la montaña, procede de su íntima relación y comunión con el Padre. La
montaña de las bienaventuranzas es el nuevo y
definitivo Sinaí. El Sermón de la Montaña es la
nueva y definitiva Ley
que nos trae Jesús. Sin abolir el decálogo mosaico, Jesús lo refuerza, supera y
lleva a su plenitud. Las Bienaventuranzas recogen
y profundizan los Mandamientos[3].
En las Bienaventuranzas
Jesús define los nuevos valores y como el programa del Reino.
Dijimos que el Sermón de
la Montaña se origina en la oración de Jesús, su comunión con el Padre.
La predicación de
las Bienaventuranzas también nace de la mirada que
Jesús dirige a sus discípulos. Ellas describen la situación de los discípulos
del Señor: son pobres, sufren, son desposeídos,
son perseguidos, y precisamente por eso son bendecidos y considerados
bienaventurados. Ellas enseñan lo que significa e
implica ser discípulo de Jesús. Las
Bienaventuranzas expresan la auténtica situación
de todo creyente que quiere vivir según la escala de valores de Jesús
y su inevitable confrontación con los criterios y valores
invertidos del mundo[4].
Pero el discípulo
de Jesús se contempla en el espejo y modelo del Maestro.
Las Bienaventuranzas son, antes que nada, el
autorretrato del mismo Jesús.
A las Bienaventuranzas Jesús
no sólo las proclamó sino que primero Él las vivió.
Él, Jesús, es el
auténtico pobre de corazón, el auténtico afligido, el auténtico desposeído, el
que tiene hambre y sed de justicia, el auténtico misericordioso y limpio de
corazón, el que de veras trabaja por la paz, el auténtico perseguido a causa del
bien, perseguido, el nuevo profeta injuriado y calumniado como los antiguos.
Se puede decir que las
Bienaventuranzas tienen, pues, un carácter
cristológico.
Manifiestan el Misterio Pascual, la Muerte y Resurrección definitiva de Cristo.
Unido al Misterio de Jesús, y en comunión con Él,
el discípulo también experimenta en su existencia la Muerte y la Resurrección,
el sufrimiento y la beatitud. O más bien:
Cristo mismo en cierto sentido sigue sufriendo y
muriendo y resucitando en sus discípulos[5].
Mientras el
evangelista san Lucas en el texto paralelo (Lc. 6, 20-23) limita las
Bienaventuranzas a cuatro: los pobres, los hambrientos, los que lloran y los
perseguidos, en san Mateo las Bienaventuranzas son
nueve, o más bien ocho porque la novena (“Felices
ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda
forma a causa de mí”) es una aplicación de la octava bienaventuranza (“Felices
los que son perseguidos por practicar la justicia”).
Las
Bienaventuranzas de Jesús se refieren a un don gratuito dado en esperanza, son
promesas escatológicas.
Pero ellas no deben entenderse exclusivamente como una felicidad anunciada sólo
para un futuro o más allá lejano. Las Bienaventuranzas proclaman que
el Reino de Dios ya
está presente, está actuando ya, y
ya en el presente causan la
alegría. Son una promesa inicialmente realizada[6].
El evangelio de
las Bienaventuranzas aparece en contraste con el
mensaje de la mentalidad posmoderna actual, que
pone la felicidad en las actitudes opuestas: la de los ricos, los hedonistas,
los egoístas e individualistas, los que no se comprometen solidariamente por los
demás…, y que resulta un sustituto de la auténtica felicidad, una felicidad
reducida al placer del momento que no es más que una droga sedante y no resuelve
los grandes problemas del hombre contemporáneo.
En el Sermón de la
Montaña, Jesús nos enseña cómo hallar la auténtica
felicidad. Por eso, las bienaventuranzas, como su
imagen del hombre, son siempre actuales.
Nos detenemos a
reflexionar sobre la sexta bienaventuranza,
que dice: “Felices los que tienen el corazón puro,
porque verán a Dios” (Mt. 5, 8). Felices los
limpios de corazón, porque verán a Dios.
Donde se dice el
corazón se debe entender la totalidad del interior del hombre que busca a Dios
mediante el cumplimiento de todos sus mandamientos, y de modo especial del
mandamiento del mandato del amor. Los que tienen
el corazón puro son los que aman. Ellos verán a
Dios, como Jesús, que vive cara a cara con el Padre y en comunión con Él.
Seguir e imitar a Jesús, hacerse sus discípulos, es el
camino de la purificación del corazón.
Es el servicio del amor, como Jesús, el que capacita al
hombre para ver a Dios[7].
El amor sintetiza las
actitudes todas subrayadas por las Bienaventuranzas:
los pobres de corazón, los afligidos, lo desposeídos, los que tienen hambre y
sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los constructores
de la paz, los perseguidos a causa del bien.
En eso consiste ser
discípulo de Jesús, en
el compromiso del amor.
Es el amor el que hace
descubrir el sabor y la grandeza de la vida humana y la auténtica felicidad que
debemos buscar como hambrientos aún en medio de la pobreza, el dolor o la
aflicción. Porque sólo siguiendo a
Jesús por el camino de la cruz se llega a la gloria de la resurrección.
Y es en amar, y sobre todo en gratuitamente ser amado por Dios, en lo que consiste la plenitud futura del Reino de Dios que ya pertenece a los que el sermón de la Montaña llama bienaventurados.
Pbro.
Hernán Quijano Guesalaga
Parroquia
del Sagrado Corazón de Jesús,
Paraná,
Argentina
Domingo 3
de febrero de 2008
[1] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 92-93.
[2] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 93. 96.
[3] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 93-95.97-98.
[4] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 98-101.
[5] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 100-102.
[6] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 99.
[7] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 121-129.