III Domingo de Cuaresma, Ciclo A
Juan 4, 5-42: La sed de Dios
Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga
Éxodo 17,
3-7
Este evangelio
podría llevar como título: la sed de Dios. Y esta expresión, sed de Dios, se
puede entender en dos sentidos.
En primer lugar,
se trata de la sed que
el hombre tiene de Dios,
es sed y es hambre, el mismo Dios Creador puso en su corazón ese apetito, para
hacer del hombre un buscador de Dios.
Y esto nos conduce
al otro sentido de esta frase, que se refiere a esa
sed que Dios
tiene para colmar la sed del hombre.
El primer sentido
de la expresión “sed de Dios” lo vemos reflejado en el texto en la mujer
samaritana, ella que, aún antes que simbolizar a la Iglesia,
representa a toda la humanidad.
Va al pozo a buscar agua porque tiene sed, y no tiene sólo sed del agua de ese
pozo, aunque todavía no lo sepa; junto al pozo va a encontrar a Aquel dispuesto
a darle gratis otro tipo de agua, un agua nueva, que puede saciar para siempre
su sed, y entonces ella se reconocerá, por su condición humana, como
un buscador de Dios; acaba de encontrarle.
La otra sed, la
que Dios posee respecto de la humanidad, se encuentra suficientemente ilustrada
con las palabras que dice Jesús a sus discípulos al final del texto, cuando
ellos le quieren hacer comer algo y Él les dice:
“Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió
y llevar a cabo su obra…Levanten los ojos y miren los campos: ya están madurando
para la cosecha.” (Jn. 4, 31-38).
Esa mujer que
había dejado su cántaro junto al pozo y había salido corriendo a dar testimonio
de Jesús, que luego atrajo hacia Él a toda su aldea, ella era un signo de que
los tiempos de la cosecha espiritual habían
comenzado y de que la voluntad del Padre, la
salvación de los hombres, se estaba cumpliendo.
Alimento de Jesús,
hambre y sed de Dios es la salvación de la humanidad.
¿Por qué la lectura de
este pasaje evangélico en medio de nuestro camino cuaresmal?
Parece haber por lo
menos dos respuestas a esta pregunta.
En primer término,
porque la Cuaresma es un tiempo de encuentro y
diálogo con Dios. Ya lo recordábamos el domingo
pasado con el relato de la Transfiguración del Señor.
En Jesús, al
hacerse Hombre, Dios sale al encuentro del hombre.
Es la humanidad real de Jesús la que se subraya, al comienzo, cuando se dice que
al mediodía, fatigado del camino, Jesús se sentó junto al pozo de Jacob (Jn. 4,
6).
Tiene sed. Sin embargo,
pasó por allí, mandó de compras a sus discípulos, y esperó allí, Él solo, a esa
mujer con la que quería encontrarse.
Él inicia el diálogo,
sorprendiendo a la mujer, cuando le pide de beber. Le sorprende porque Jesús
pasa por encima de divisiones y exclusiones religiosas: un judío hablando a una
samaritana, un maestro hablándole a una mujer.
Le pidió de beber
Él a ella: “dame de beber” (Jn. 4, 7), para suscitar que ella le pidiera de
beber a Él de esa otra agua: “Señor, dame de esa agua” (Jn. 4, 15).
Él, la Palabra
hecha carne, quiere sembrar esa Palabra en la mujer, porque tiene sed de una
pronta cosecha. Él busca calmar la sed de esa mujer, la sed de toda la
humanidad, con la Palabra de Dios, que es Él mismo: la Palabra hecha carne. El
agua que le ofrece dar y que se convertirá “en manantial que brotará hasta la
Vida eterna” (Jn. 4, 14) es, antes que nada, la
Palabra de Dios que debe ser recibida en el corazón del hombre.
La Cuaresma es un tiempo
fértil para que el hombre escuche y se abra a la Palabra de Dios y entre en
diálogo fecundo con ella, y se convierta en cosecha espiritual de Dios.
En la Cuaresma, Dios
sale al encuentro del hombre para hablarle,
Dios se hace el encontradizo con cada hombre, con todo hombre, para entrar en
diálogo con él, para escucharle y oír de sus labios de su sed y su hambre, su
fatiga y sus cántaros, de sus pozos de agua oculta que no sacia y sus nudos no
desatados (en el relato del evangelio: los cinco maridos de la mujer), de sus
cuestionamientos y preguntas (¿dónde adorar y rendir culto a Dios? ¿Cuál es la
verdadera religión? ¿Quién es Dios? ¿Por qué las divisiones: judíos y
samaritanos?).
En la Cuaresma,
Dios sale al encuentro del hombre para hablarle. Después de escucharle, cuando
el hombre advierte que más que responder es él, el hombre, quien debe preguntar
y oír a Dios, cuando está bien dispuesto a escucharle y abre oídos y corazón,
Dios planta su Palabra en ese campo.
Aquí es donde la sed de
los dos interlocutores se encuentra, la sed de Dios y la sed del hombre que sólo
puede saciarse con Dios.
La segunda razón
de la elección del relato evangélico sobre Jesús y la samaritana en medio de
este tiempo litúrgico, me parece se debe a que en la Cuaresma debemos
plantearnos a fondo la cuestión de Dios, el
problema religioso, nuestra relación con Dios, y responder a la pregunta sobre
quién es Jesús el Salvador y qué significa.
Esto se manifiesta en el
diálogo entre Jesús y esta mujer. El antagonismo entre el templo de Jerusalén y
el de los samaritanos se resuelve mediante la plenitud, como una confirmación y
a la vez una superación en Jesús, de lo que primeramente había sido revelado por
Dios al Pueblo de Israel.
Para el caso de
esta mujer, sus cinco maridos anteriores representan la infidelidad del hombre
que se crea sus falsos dioses, mientras que la conversión de la samaritana que
reconoce a Jesús simboliza el retorno a la fidelidad, como la fidelidad de un
matrimonio, al Dios verdadero.[1]
El poder que había dado
Dios a Moisés para que, golpeando con su bastón la roca hiciera brotar agua, fue
en respuesta al cuestionamiento, reclamo y desafío que el pueblo de Israel,
torturado por la sed en el desierto, había lanzado al mismo Dios: “¿Para qué nos
hiciste salir de Egipto?... ¿El Señor está realmente entre nosotros, o no?”
(Éxodo 17, 3-7).
También aquí, en
el encuentro con esta mujer, lo que está planteado
es la cuestión religiosa, la relación con Dios y el culto debido a Él.
Por eso le dice
Jesús a la samaritana: “Llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén
se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que
conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya
ha llegado, en que los verdaderos adoradores
adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque
esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es Espíritu, y los que lo
adoran deben hacerlo en Espíritu y en verdad” (Jn. 4, 21-24).
Entonces
comprendemos mejor el valor del don de esa agua
viva que le ofrece Jesús a esta mujer.
El agua nueva no
es sólo la Palabra de Dios, como se dijo más arriba. El
agua nueva es el mismo Dios. El agua es el Espíritu de Dios que da la Vida
eterna. Por eso el agua que Jesús ofrece dar sacia
toda sed e indigencia del hombre, porque sólo en
Dios Salvador encuentra el hombre su felicidad.
Sólo en Dios y en
cumplir su voluntad, sus
mandamientos, como nos muestra Jesús cuando dice que
su alimento es hacer la voluntad del Padre,
sólo en Dios encuentra el hombre su bien y
felicidad auténtica.
Y ésta es la
cuestión planteada y resuelta en el diálogo de Jesús con la samaritana, o mejor
dicho en el diálogo de Jesús con la humanidad.
A lo largo de este
riquísimo coloquio advertimos cómo esta mujer va
descubriendo y reconociendo progresivamente a Jesús, manantial de agua viva
capaz de saciar su sed de Dios.
Él es primeramente
para ella simplemente un judío,
un judío sentado junto al pozo que le sorprende porque le
habla siendo ella samaritana (Jn. 4, 9).
Después, cuando se
dirige a Él, por dos veces ella le llama “Señor”
(Jn. 4, 11.15).
Ella se plantea
enseguida si Jesús es más grande que el Patriarca Jacob (Jn. 4, 12), sin
aún saber que Quien le habla es el nuevo Jacob.[2]
Cuando Jesús le
demuestra que conoce su vida pasada, ella le descubre como
profeta (Jn. 4, 19).
Y al declarar que
ha oído que los judíos esperan al Mesías, al Cristo, Jesús la vuelve a
sorprender con una declaración inédita de su identidad: “Soy
yo, el que habla contigo” (Jn. 4, 26). Él es
el Mesías, el Cristo, pero también “el que habla”,
el revelador y la Palabra en Persona.
Termina el diálogo
con la mujer, llegan los discípulos y le llaman
“Maestro” (Jn. 4, 31).
Mientras la mujer,
conmovida por aquel dramático encuentro, dirigiéndose a sus vecinos les plantea
como interrogante: “¿No será el Mesías?” (Jn. 4, 29), al final muchos
samaritanos que creyeron en Él por el testimonio de ella, le piden a Jesús
que se quede un tiempo con ellos, abren sus oídos directamente a la Palabra de
Jesús y, yendo aún más allá que la misma mujer, no dudan en reconocerlo como
“el Salvador del mundo”
(Jn. 4, 42).
Nosotros también,
en esta Cuaresma, debemos seguir este itinerario marcado por el texto evangélico
para avanzar en nuestro conocimiento de fe en la profundidad del misterio
de Jesús.
Creciendo en la fe en
Jesús, así, bebemos de la fuente del agua de vida eterna.
Por eso dirá Jesús: “El que tenga sed, venga a mí
y beba y beba el que cree en mí” (Jn. 7, 37-38). Y
lo dirá con ocasión de la Fiesta Judía de las Tiendas, que
recordaba y celebraba a Dios que a través de Moisés hizo
brotar agua de la roca en la travesía por el desierto.
Porque Jesús, el Mesías, es el nuevo Moisés
que da de beber el agua de la salvación. Es más, porque
Él mismo es la Roca, de
donde, cual fuente o manantial, brota el agua nueva capaz de saciar la sed más
profunda del hombre
. Y como el agua viva alude a la visión de Ezequiel 47, 1-12, que habla del agua
que brotaba como una fuente de debajo del umbral del templo, podemos decir que
Jesús se manifiesta a la samaritana también como
el nuevo Templo.
Sí, en el contexto de la Fiesta de las Carpas,
Jesús afirmará que Dios habita en Él como el nuevo
y verdadero templo, la nueva Jerusalén, manantial de donde brotará el agua de
vida eterna (por eso de su costado abierto, en la
cruz, brotó sangre y agua,
Jn. 19, 34). Él es el nuevo templo en el que, superando la discusión entre
judíos y samaritanos, los verdaderos adoradores
adorarán al Padre en espíritu y en verdad.
[3]
Pbro.
Hernán Quijano Guesalaga
Parroquia
del Sagrado Corazón de Jesús,
Capilla
Policial San Sebastián,
Paraná,
Argentina
Domingo 24
de febrero de 2008
[1] Cf. Notas de la Biblia de Jerusalén.
[2] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 386.
[3] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 289-294.