Viernes Santo
“Junto a la cruz estaba su Madre” (Jn.19,25). Con María al pie de la Cruz
Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga
“Junto a la
cruz estaba su Madre” (Jn.19,25).[1]
Allí, junto a la cruz,
esa tarde, esa noche, esas horas hasta la mañana del domingo, cuando Jesús
resucitó, María comprendió mejor que antes, el misterio de su Hijo Jesús. Cuando
viniera el Espíritu en Pentecostés penetraría aún más el mismo misterio, según
aquello que Jesús había dicho a sus Apóstoles en la última Cena: “Aquel día
comprenderéis” (Jn.14,20). Y también: “El Espíritu Santo os lo enseñará todo y
os recordará todo.”(v.26).
Igual nos pasa a
nosotros, en la Iglesia, que es vivificada por el Espíritu desde aquel
Pentecostés. En nuestro interior, en el que vive el Espíritu... A Él le pedimos
que esta noche nos ayude a entender un poco más el misterio inseparable de Jesús
y de María.
Ciertamente la Muerte
y la Resurrección de Cristo, pero sobre todo la Resurrección, hizo dar un salto
notable en el ánimo de María y de los Apóstoles en la comprensión del misterio
de Jesús. No de la misma manera en María que en los Apóstoles. Porque nadie como
Ella había tratado de cerca a Jesús. Lo que iba sucediendo lo veía como
confirmación de lo que, al menos genéricamente, sabía que iba a suceder. Ella
vivía inquieta por la irrupción de esta “hora” anunciada desde aquellas palabras
que le había dicho su Hijo en las Bodas de Caná menos de tres años atrás: “Mi
hora no ha llegado todavía” (Jn. 2,4).
María conoció el
misterio del sufrimiento
(Salvici Doloris, Juan Pablo II,1984)
“Suplo en mi carne lo
que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col
l,24), había escrito el Apóstol san Pablo.
Ella, María,
tiene títulos especialísimos para completar en su
carne la Pasión de Cristo. Testigo de la Pasión de
Cristo con su presencia, de pie junto a la cruz, y partícipe de la misma cruz
por su compasión. Ella tiene una participación del todo especial en la muerte
redentora de su Hijo.
Lo que María sabía del
sufrimiento en las S.E.: Ana sufría
por el temor de la muerte de su hijo único y primogénito Tobías (Tob 10,1-7). El
sufrimiento en los salmos. O los Profetas: Jeremías o el Siervo Doliente de
Isaías. El sufrimiento del justo Job por parte de la infidelidad e ingratitud de
amigos y vecinos.
Jesús había hablado
del sufrimiento: No escondía
a sus oyentes la necesidad del sufrimiento. “Si alguno quiere venir en pos de
mí, tome su cruz cada día”. “Que se niegue a sí mismo”. “puerta estrecha y
angosta”. Sus discípulos encontrarían persecuciones y contrariedades. Pero llamó
felices a los pobres, los que lloran, los perseguidos a causa de Él.
María sabe que el
sufrimiento tiene que ver con el pecado.
Pero no necesariamente uno sufre por los pecados personales. No. el sufrir no es
solamente pena por el pecado propio. Job es alguien que sufre y, sin embargo, es
inocente. En Job el sufrir no es castigo de una culpa.
En María el sufrimiento no es castigo de una culpa.
Sufrimiento de una inocente, sufrimiento sin culpa. En Job
el sufrimiento tiene carácter de prueba,
prueba de la justicia de Job. También en María.
Pero hay algo más:
Ella completa en su carne la Pasión de Cristo.
En Jesús, el
sufrimiento es vencido por el amor.
Él fue en Buen samaritano que “pasó haciendo bien”. Curaba a los enfermos,
consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos. Era sensible a todo
sufrimiento humano, del cuerpo y del alma (también al sufrimiento de María).
Asume El mismo el
sufrimiento: fatiga, sin hogar,
incomprensión, hostilidad. Por su sufrimiento somos salvados del sufrimiento
definitivo (la muerte eterna).
Por eso se dice Jesús:
“El Cáliz de mi Padre, ¿no he de beberlo?”. Y cumple la Voluntad de Su Padre.
Asume voluntariamente el sufrimiento. Sufre inocentemente. Con una profundidad e
intensidad única del sufrir. Mide todo el mal de dar las espaldas a Dios,
percibe de manera humanamente inexplicable el sufrimiento de la separación, el
rechazo del Padre, la ruptura con Dios, El, que no conoció el pecado.
El sufrimiento humano
ha alcanzado su culmen en la Pasión de Cristo. Y a la vez ha entrado en una
dimensión y orden nuevo: el amor.
María es testigo
de esto y tiene una experiencia singular. En Ella
también el amar vence al sufrir.
Con María, que estaba
junto a la cruz de Cristo, nos detenemos ante todas las cruces y sufrimientos
del hombre de hoy, los nuestros también, abiertos al amor para superar el dolor.
Ella puede ser
llamada Madre de Misericordia
(Cf. Juan Pablo II, Dives in Misericordia). Porque conoció el misterio del
pecado. Y el de Cristo, misterio de Piedad. Y el misterio del sufrimiento. Puede
compadecerse. Corazón de Madre y Mujer, con especial aptitud para llegar a todos
aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una
Madre.
Ella, la Madre
de Misericordia, que en las Bodas de Caná, aunque
la hora no había llegado todavía, logró que Él
cambiara el agua en vino;
al pie de la cruz, ahora sí que la hora anunciada
se ha iniciado, también por su intercesión, por su
presencia aunque muda, callada, pero orante, de pie junto a la cruz, Ella que
sigue diciendo a los servidores “hagan lo que Él les diga”, Ella obtuvo que
Jesús cambiara el vino en Sangre.
En Caná cambió el agua en vino; en la cruz, cambió el
vino en sangre. Y por esa sangre derramada somos salvados. También por la
intercesión mediadora de la Madre, al pie de la cruz. En la Hora de las Bodas
del Cordero.[2]
Pero si hasta la
Muerte de su Hijo nuestra contemplación, junto a María, se ha centrado en el
mismo Jesús, después de su Muerte, mientras con Ella esperamos la Resurrección,
una antigua tradición de la Iglesia nos invita a que, en la noche del viernes y
la mañana del sábado santos, nos concentremos en la otra cara de un mismo
misterio, en la Madre. Contemplemos a la Madre, a
la que está, de pie, junto a la cruz de su Hijo muerto.
Ella está sola y
necesita que la acompañemos. Si no bastó para conmovernos la contemplación del
dolor de Jesús, que la contemplación de esta Madre adolorada, en duelo, de sus
lágrimas, nos conduzcan a compartir su dolor, y también su esperanza, y volvamos
nuestra mirada a Jesús después de dejarnos lavar de nuestros pecados por la
sangre redentora de su Hijo.
La soledad de
María
[3]
María estaba
íntimamente asociada a la misión de Cristo. Ella debía ayudar a su hijo a
liberar a los hombres del pecado.
Hubo una “hora” para
María y esa “hora” fue la misma “hora” de su hijo, la Pasión y Muerte en la cruz
y la Resurrección. La soledad de la Madre tuvo en la Pascua del Hijo su momento
culminante, especialmente en el tiempo que va desde el Viernes hasta la mañana
del domingo.
¿Cómo era el mundo
interior de María en soledad en esa Hora?
La soledad de
María fue, en primer lugar, el desprendimiento de
toda creatura para llenarse, incluso sensiblemente, de Jesús.
Cristo era todo para Ella. Nunca una madre estuvo más unida a su hijo ni
un hijo más unido a su madre. Porque todo hijo es parte del padre y parte de la
madre, pero Jesús, en cuanto hombre, era todo de
María. Nunca un hijo fue más parecido, física,
psicológica y moralmente a su madre. Nunca hubo mayor unión y sintonía de
corazones como entre Cristo y María.
Pues bien, en la
“hora” de ambos, la de Cristo y de María, se le
pide a Ella un desprendimiento mayor: el
desprendimiento de la presencia sensible de su hijo. ¡He aquí el drama de la
soledad de María! Lo que había llenado toda su
vida, le era arrebatado. Ante ella su hijo en la
cruz. Otrora ella había dicho su “Sí” a Dios, “Hágase en mí según tu palabra”
(Lc.1,38). En la cruz lo repite con mayor convicción porque ahora entiende
mejor, aunque no sin dolor.
Esa “hora” había
polarizado toda su vida. Y esa hora confería unidad y sentido a toda su vida.
Era unidad de recuerdos guardados en función de la “hora” venidera y que a
medida que pasaba el tiempo ella iba amasando, penetrando y entendiendo mejor,
aunque siempre en la oscuridad de la fe. San Lucas pone de relieve este rasgo de
María al decir que lo guardaba todo en su corazón
(Lc. 2, 19.51). Y en la proximidad de la “hora”, a cada momento se excitaba el
recuerdo de los sucesos pasados. Y entonces aumentaba el dolor y la soledad era
más terrible por el contraste con lo que ahora se le quitaba: los misterios
gozosos y los misterios de luz en contraste con los misterios dolorosos de su
rosario viviente, Nazareth contrapuesto al Calvario.
Llega la “hora” y
vienen a su memoria todas las predicciones y profecías y esa espada de dolor que
la separaría de su Hijo (Lc. 2,35). Vienen a su memoria la huida a Egipto y los
temores por el niño, el episodio de la pérdida y hallazgo del niño a los doce
años, la partida de Jesús para la vida pública.
Llega
la noche del Jueves Santo,
la última cena, las revelaciones íntimas de Jesús a sus apóstoles, su
testamento. Esa noche es la noche de la traición de Judas, uno de los doce, de
la agonía de Jesús en el huerto, del abandono de sus apóstoles, de la negación
de Pedro. Los Sumos Sacerdotes condenan injustamente a Jesús por blasfemo.
Herodes se burla de Él y lo toma por loco. Pilatos, creyendo desentenderse, se
lava las manos. Los soldados lo maltratan, escupen el divino rostro, se ríen de
Él. Le ponen la corona de espinas. El pueblo prefiere a Barrabás, un asesino,
antes que a Jesús. De todo esto, tarde o temprano, le llegan las noticias a
María.
En la mañana del
viernes, Jesús sale con la
cruz a cuestas. Lo ve su Madre de lejos (después
Ella no estará lejos sino junto a la cruz). ¡Qué
impresión! ¡Ese rostro, las heridas de los azotes! En el camino, según la
tradición, la Madre y el Hijo se encuentran cara a
cara. ¡Qué mirada la de la madre! ¡Qué mirada la
del Hijo! El cruce de esas dos miradas era el encuentro en una misma
disponibilidad hacia un común cometido: la voluntad del Padre en ésa, la “hora”.
Jesús llega a la
cima del Calvario. Es despojado de sus vestiduras.
Y María recuerda que en otros tiempos vestía y desnudaba al niño en Nazareth,
con ternura y veneración, en la intimidad del hogar. Ahora su hijo es desnudado
delante de los ojos curiosos y las miradas maliciosas de muchos testigos de la
crucifixión.
Y se dividen los
vestidos de Jesús y se sortea su túnica
(Jn. 19, 23-24). Las ropas de un hijo muerto son algo sagrado para una madre.
Son un tesoro que le sirve para mantener vivos los recuerdos de su hijo. Pero
ninguna madre deseó tanto conservar las ropas de su hijo como María las de
Cristo en el Calvario. Esas ropas llenas de virtud sobrenatural: por el contacto
de sus vestidos se curó la hemorroisa (Mt. 9, 20-22).
Jesús es
clavado en la cruz. Los
golpes de los martillos sobre los clavos traen otros recuerdos a María:
Nazareth: Jesús ayudando a José en el taller de carpintería.
“Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen”
(Lc. 23, 34), dice Jesús desde la cruz. Para una madre es un tormento especial
presenciar la muerte de un hijo que habla con dificultad. Toda su atención se
centra para escuchar a su hijo cuando con dificultad rompe a hablar. Así María,
al pie de la cruz. El corazón de María estaba hecho para guardar las
palabras de Jesús. Cuánto más estas últimas. “Padre, perdónalos porque no saben
lo que hacen”. Sólo ella alcanzaba a darse cuenta. “Los verdugos no saben lo que
hacen, Padre, perdónalos”. Y tú también, Madre,
perdónalos.
Perdona a tus
hijos menores, los que hoy precisamente engendras, perdónalos por la muerte de
tu hijo Primogénito. Y Jesús parece decirte: “A cambio de mi presencia sensible,
te doy todos los hombres, mis hermanos como hijos”. Por eso:
“Mujer, he ahí a tu hijo”
(Jn. 19, 26).
“Mujer, he aquí a tu
hijo” (Jn. 19, 26). Jesús la
llama “mujer”, como en Caná: “Mujer, ¿qué nos toca a ti y a mí? Todavía no ha
llegado mi hora” (Jn. 2, 4). Caná fue la hora adelantada. Lo recuerda ella en la
hora definitiva. Y ella está otra vez a su lado.
Desde la cruz María parece decirnos, como en Caná: “Hagan lo que Él les diga”
(Jn. 2,5).
La inscripción
de la cruz decía: “Jesús Nazareno, Rey de los
Judíos”. (Jn. 19,19). María lo leyó:
¡El nombre de Jesús! María
recordó el momento gozoso en que escuchó ese nombre por primera vez. El ángel le
había dicho: “Y le pondrás por nombre Jesús” (Lc. 1, 31).
“Jesús Nazareno”, dice
la inscripción. ¡Nazareth! ¡Cuántos recuerdos de sublime gozo para la madre,
compendio de treinta años de vida oculta! ¡Qué contraste!
Y dice Jesús al
buen ladrón “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”
(Lc. 23, 43). ¡Con qué amor maternal habrá mirado María al buen ladrón que
defendía a su hijo! Y, sin embargo, este “hoy” en boca de Jesús fue para María
el aviso de la muerte y la separación inminentes de su hijo.
“Tengo sed”
(Jn. 19, 28), clama Jesús. El primer acto de una madre es dar de beber a su
hijo. Y cuando le asiste en el lecho de agonía éste es también el último acto
maternal. “Tengo sed”. Y María, escuchando estas palabras, recordaba cuántas
veces las había dicho Jesús en su niñez y adolescencia en Nazareth y ella le
había alcanzado el cántaro de agua fresca y lo había contemplado con embeleso
mientras Jesús bebía. “Tengo sed”, dice Jesús. ¡Si le hubiesen permitido a María
darle de beber por última vez!
Pero no había
necesidad de explicárselo a María como a la samaritana. “Si supieres quien te
pide de beber, le pedirías tú a Él, y Él te daría una fuente de agua que no
acaba”. María, de pie junto a la cruz de Jesús, está como sedienta que se surte,
Ella la primera, del manantial de agua viva.
María está al
pie de la cruz, aparentemente pasiva e inactiva, callada, quebrada por el dolor
aunque serena y fuerte. Pero Ella está allí, de pie, junto a la cruz de Jesús,
como discípula amada que por su correspondencia de amor, perseverando hasta el
final, compensa ante Jesús las ofensas y los pecados de los hombres, recrea,
alivia, consuela y da ánimo a su propio Hijo. Nunca Jesús se sintió solo de
María, ni en su niñez y adolescencia, ni en su ministerio público (ella siempre
lo seguía, aunque de lejos, sin perder la cercanía de su amor). Nunca Jesús se
sintió solo de María, mucho menos en la cruz (ya no está lejos sino
junto a la cruz).
“Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23, 46).
“Todo está cumplido”
(Jn. 19,30). Fueron las últimas palabras de Jesús. Acababan sus dolores. Acababa
la soledad humana de Jesús. Pero no acababan la soledad y los dolores de María.
El momento más
terrible de la soledad de María comienza después de la muerte de Cristo.
Cuando una madre se encuentra frente al cadáver de su hijo, su atención y su
memoria vuelven al pasado. Sobreviven los recuerdos del difunto con todo lujo de
detalles. Así ocurrió con María después de la muerte de Jesús.
La atención de
María se concentraba en el cadáver, como en otro tiempo contemplaba su cuerpo
mientras dormía, en Nazareth. De pronto, se acercan unos soldados. El temor
embarga el corazón de la madre. ¿Qué harán con su cuerpo? En la conciencia de
toda madre está grabada la persuasión de que tiene derecho sobre los restos
mortales de un hijo. Mucho más en María. Y una
lanza atraviesa el corazón de Cristo (Jn. 19, 34).
Pero el golpe lastimó también el corazón de la
madre.
Y salió sangre y agua.
Y Ella comprendió que Jesús se vació, se entregó totalmente, sin reservarse nada
para sí.
Jesús es descendido de
la cruz. María lo tiene en sus
brazos, inerte, como en otro tiempo lo sostenía, dormido, en medio de un gran
gozo. ¡Con qué cariño lo habrá limpiado y besado con sus propias lágrimas!
Circulan por internet
una serie de tomas que un fotógrafo profesional pudo captar de la Piedad de
Miguel Ángel en la Basílica de San Pedro, desde ángulos jamás probados. Es
increíble cómo se ponen de manifiesto detalles de esta obra de arte antes
desconocidos. ¿No ocurre lo mismo cuando, año a año, contemplamos el modelo
original: la madre con su Hijo yaciente en brazos? Siempre nos revela
perspectivas nuevas que nos asombran y sorprenden.
Jesús es conducido al
sepulcro y María se despide. El
dolor de una madre se acentúa cuando se encierra el cadáver del hijo muerto en
la tumba. En María, mucho más, por lo que la unía con su hijo.
Y,
vuelta a casa, ¡esas horas
fueron tremendas para María! Las imágenes de esos días se reproducen con todo
detalle. Todos los lugares, personas y cosas que tuvieron relación con Jesús le
actualizan la memoria de su rostro, de su mirada, de sus palabras…
María se siente
dramáticamente sola. Y nadie en el mundo puede
consolarla, porque nadie puede llenar el vacío
creado en su alma por la separación sensible de Cristo.
Sin embargo,
María no está totalmente sola.
Ni Cristo ni Dios la han abandonado del todo. Ella misma no dudó un instante. La
“hora” no acababa en la cruz sino en la resurrección.
Ella supo esperar y por la soledad de estos tres días,
asumiendo Ella misma el sufrimiento con amor, colaboró con su Hijo para liberar
a los hombres del pecado.
Su presencia materna,
de pie junto a la cruz, nos ha ayudado esta noche a mejor comprender y huir del
pecado, que nos aleja de Dios, nos ha ayudado a acercarnos a la fuente de la
salvación, Jesús, la que nos robustece para seguir al mismo Jesús.
Recibamos a María en
nuestra casa. Acompañémosla en su duelo. Como Jesús se la encomendó al discípulo
amado, a Juan, en el discípulo amado, la encomienda a todos. Nos la da como
Madre. No la dejemos sola.
Ella es la nueva Eva,
la Madre de todos los creyentes. Ella es la única Luz que brilla en la oscuridad
de la noche del viernes. Con Ella permanecemos de pie, mediante nuestra
esperanza, junto a la cruz vacía, junto al sepulcro, con recogimiento, hasta la
Resurrección.
Pbro.
Hernán Quijano Guesalaga
Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, Paraná, Argentina
Viernes
Santo, 21 de marzo de 2008 a las 21 horas
[1]
Pbro. Hernán Quijano Guesalaga, Paraná,
1985.
[2]
Este párrafo, inspirado en Fulton Sheen “El
primer amor de mundo”, que utilicé en la Meditación de la Soledad de la
Virgen María en Paraná en el año 1979, adaptado para la reflexión de
este año.
[3]
De la Meditación de la Soledad de la Virgen
María en Paraná en el año 1978; en la que tomé ideas,
algunas literalmente citadas, del libro de Willians “María”.