IX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
San Mateo 7, 21-27: La Roca es Cristo
Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga
Deuteronomio
11, 18. 26-28. 32
LA ROCA ES
CRISTO
Retomando este Domingo
IXº del Tiempo Ordinario Ciclo A la lectura del Evangelio según san Mateo,
proclamamos hoy el final del sermón de la montaña.
Dos partes claramente
distinguidas, aunque relacionadas entre sí, componen este fragmento.
En la primera (Mt. 7,
21-23), Jesús contrapone a quienes le proclaman “Señor” sólo con su boca y con
sus obras externas pero no con su corazón a aquellos que Él reconocerá en el
Juicio Final como verdaderos discípulos y que entrarán en el reino de los cielos
porque cumplieron la voluntad del Padre.
En la segunda
parte (Mt. 7, 24-27), Jesús explica lo que ha afirmado en la primera sobre los
verdaderos discípulos, proponiendo una parábola, la
parábola de las dos casas,
una construida sobre cimientos firmes y otra edificada sobre arena. Y contrapone
Jesús en esta parábola a dos constructores,
el prudente y sensato, que edifica su casa sobre roca, y el que no tiene
sensatez, podríamos decir el tonto, que levanta su casa sobre arena. La prueba
de la solidez de los cimientos de ambas casas serán la lluvia, la inundación y
los temporales de viento. La casa construida sobre roca se mantiene en pie; la
casa edificada sobre arena se derrumba.
La expresión
utilizada para describir el desenlace final de la casa sin cimientos: “fue una
ruina terrible” (Mt. 7, 27), alude a la suerte de aquellos que en
el Juicio Final no serán
reconocidos por el Juez y oirán de Él aquel temible “apártense de mí” (Mt. 7,
23).
La
parábola de la roca y la arena
tiene su aplicación. ¿Quién es el constructor prudente y sensato alabado por el
Señor que conserva su casa? Quien escucha las
palabras de Jesús y las pone en práctica (Mt. 7,
24). ¿Quién es el constructor insensato, no previsor, que se queda sin techo y a
la intemperie? El que escucha las palabras de
Jesús pero no las pone en práctica.
He aquí el enlace
entre esta segunda parte del texto con la primera.
Quien haga la voluntad del Padre
entrará en el reino de los cielos (Mt. 7, 21).
Jesús se pone al mismo nivel que el Padre cuando afirma que son sus palabras las
que hay que escuchar y poner en práctica. Sus
palabras, o lo que es lo mismo, la voluntad del Padre, de Su Padre.
Mientras que en la
primera parte Jesús opone el que cumple la voluntad del Padre al que
dice pero no hace, en la
segunda parte subraya el contraste entre el que escucha las palabras de Jesús y
las pone en práctica a aquel que oye pero no hace.
En ambas
comparaciones, lo que el Maestro subraya es que
para entrar al reino,
para pasar la prueba final del juicio,
lo que importa es el cumplimiento de la voluntad de Dios, de los mandamientos de
Dios, de la moral, de una moral que no sea sólo externa, en definitiva
cumplir la ley del amor.
El sermón del monte, que Jesús había comenzado proclamando las bienaventuranzas como promesa para quienes asuman todas esas actitudes que podríamos resumir en el amor y la misericordia (Mt. 5, 1-12), culmina con una referencia a lo que va a ser más tenido en cuenta por Dios a la hora de la evaluación final para el ingreso en el reino: el cumplimiento efectivo de la voluntad divina, el compromiso.
Ya decía Moisés al
Pueblo de Israel que los mandamientos de Dios debían
grabarlos en el interior del corazón,
mientras les exhortaba a cumplirlos fielmente
para encontrar la bendición de Dios. Dos caminos
se presentan delante del Pueblo, afirmaba Moisés,
el de la obediencia a Dios o el de apartarse de sus preceptos.
Siguiendo el camino de la obediencia a sus mandamientos obtendría la
bendición;
desobedeciéndoles, obtendrían la maldición
(Deut. 11, 18. 26-28. 32, primera lectura de la misa).
Por eso dirá
Jesús: “No son los que me dicen: Señor, Señor, los que entrarán en el Reino de
los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi
Padre del cielo. Muchos me dirán
en aquel día: Señor, Señor,
¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos
muchos milagros en tu Nombre? Entonces yo les manifestaré:
Jamás los conocí; apártense de mí, ustedes, los que hacen
el mal." (Mt. 7, 21-23).
La voluntad del
Padre que hay que obedecer no se manifiesta acabadamente en la Antigua Ley sino
en su plenitud, en la Palabra del Padre, en Jesús. Esta
superioridad de Jesús y de la moral evangélica
sobre la Ley del Antiguo Testamento, es expresada por el apóstol san Pablo en la
Carta a los cristianos de Roma: “Pero ahora, sin
la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios atestiguada por la Ley y los
Profetas: la justicia de Dios, por la fe en
Jesucristo, para todos los que creen…Porque nosotros estimamos que
el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la
Ley” (Rm. 3, 21-25. 28, segunda lectura de la
misa). Es Jesús, y no la Antigua Ley, quien nos
salva.
En otra montaña,
la de la Transfiguración, Jesús se presentará, como en el monte de las
Bienaventuranzas (Mt. 5-7), cual un nuevo Moisés
en el nuevo Sinaí, superando la Antigua Ley y los
antiguos Profetas. Por ello, la voz del Padre ordenará
escuchar a Jesús, al
Maestro transfigurado. Y después de aquella visión,
desaparecerán Moisés y Elías, y
los discípulos no verán más que a Jesús solo
(Mt. 17, 8).
Moisés recibió la
Ley de Dios; Jesús es la Ley misma, la Ley
viviente, toda “la Palabra” de Dios.
[1]
Por eso los
discípulos deberán escucharle. “Escúchenlo”, dirá la voz del Padre.
A mi Hijo muy amado. No a Moisés o Elías.
Es a Jesús a quienes sus
discípulos deben escuchar, esto
es lo que primero se subraya, pero además
ellos deben cumplir, hacer, llevar a la práctica
lo que Él nos manda.
Con esa autoridad,
Jesús puede afirmar: “Todo el que escucha las
palabras que acabo de decir y las pone en práctica,
puede compararse a un hombre sensato que
edificó su casa sobre roca.
(…) Al contrario, el que escucha mis palabras y no
las practica, puede compararse a un hombre
insensato, que edificó su casa sobre arena.
(…)” (Mt. 7, 24-27).
Ya el Antiguo
Testamento decía que Dios era la Roca de Israel,
la Roca eterna en
Quien hay que confiar
y a Quien se debe fidelidad
(Isaías 26,4; 28, 16; 30, 29). Y en el Nuevo Testamento
la Roca es Cristo, “la
Piedra viva” (1 Pedro 2, 4-6). Escribe san Pablo a los Corintios: “Que cada uno
se fije en cómo construye. Nadie puede poner otro
cimiento que el ya puesto, que es Jesucristo” ( 1
Cor. 3, 10-11).[2]
La Roca sobre la que hay
que edificar la casa es el mismo Jesús. Sí, Jesús es la Roca, cimiento o
fundamento de la fe, de la salvación,
del reino de los cielos, del edificio de la vida personal tanto como de la
edificación de la comunidad.
Pbro. Hernán Quijano
Guesalaga
Parroquia del Sagrado
Corazón de Jesús,
Capilla Policial san
Sebastián,
Paraná, Argentina
Domingo 1º de junio de
2008
[1]
Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos
Aires, 2007, pág. 368-369, citando a H. Gese y R. Pesch.
[2]
Cf. Fernando Boasso, La Palabra dominical
Ciclo A, Buenos Aires, Paulinas, 1995, pág. 213.