X Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 9, 9-13: Misericordia quiero

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Oseas 6, 3-6; Carta de san Pablo a los cristianos de Roma 4, 18-25; Evangelio según san Mateo 9, 9-13 

MISERICORDIA QUIERO 

En la primera lectura del día (Oseas     6, 3-6), el profeta Oseas describe lo que sucede cuando el Pueblo elegido se convierte a Dios después de haber pecado. La acción medicinal y restauradora de Dios con certeza vendrá como viene cada día la aurora, y esa acción de Dios se parece a la lluvia que empapa la tierra y a la luz que brilla en la mañana. Mientras que la inconstancia e infidelidad de los hombres se asemeja al rocío de la mañana que poco dura y se evapora al alba.

En boca de Dios pone Oseas estas palabras, que son las que cita Jesús en el evangelio: “quiero misericordia, no sacrificios; conocimiento de Dios, no holocaustos”. Porque para la verdadera conversión, que asegura la fidelidad y la constancia, no bastan el culto, los sacrificios y holocaustos, sino que es necesaria la misericordia, el amor, y el “conocimiento” de Dios, o sea la experiencia de Dios, la experiencia del Dios que es Misericordia y Amor, del Dios que perdona y reconcilia, venda la herida, sana y restablece al pecador quebrado y herido (Oseas 6, 1-2) como tierra seca que es empapada por la lluvia generosa.

Imitando a Dios, que es Misericordia, el Dios de este oráculo profético prefiere la misericordia, la misericordia divina experimentada interiormente, y devuelta a Dios a través de las obras de amor por los hermanos, más que los actos de un culto externo vaciado de interioridad, o de un culto que, en el mejor de los casos, es insuficiente sin la coherencia de la vida entera empapada de caridad como es mojada la tierra por la lluvia.

El profeta Oseas es el juglar que canta el amor de Dios tiene por el Pueblo de Israel que es como el amor de un esposo fiel por su esposa. Para Oseas, Dios es Misericordia, siempre dispuesto a perdonar las infidelidades de su Pueblo. 

En el pasaje evangélico proclamado este domingo (Mt. 9, 9-13), relata san Mateo la historia de su propia vocación (en el evangelio paralelo de san Marcos el cobrador de impuestos se llama Leví). Pero, más allá de la vocación de Mateo, aquí se señala que en Jesús se manifiesta plenamente la Misericordia de  Dios.

La elección, para integrar el grupo de sus discípulos más próximos, de este hombre, Mateo, un recaudador de impuestos, que por su oficio era considerado un pecador, y por ello discriminado por los defensores de la Ley y los religiosos más representativos de la sociedad, así como el hecho de que Jesús comparta la mesa con los de esa clase tildada como impura (comer con ellos daba impureza legal), es lo que escandaliza a los fariseos.

En la plenitud de la revelación que hace Dios de la misericordia, en el nuevo testamento, Jesús mismo es la Misericordia.

A la pregunta de los fariseos, responde Jesús, citando la frase de Oseas “misericordia quiero y no sacrificios”, para acentuar la superioridad del amor sobre los actos meramente cultuales, la superioridad del evangelio del amor sobre la antigua ley. Para la misericordia divina, para Jesús que es la Misericordia, no hay impuros con desventaja frente a los puros. Porque Jesús, como les dice a los fariseos, viene como salvador precisamente para llamar a los pecadores a la conversión, no a los justos que no necesitan convertirse como no necesitan un médico los que están sanos sino los enfermos.

Esta respuesta de Jesús no es sólo para los fariseos; también Jesús quiere dar una señal y una lección a sus discípulos al enrolar como uno de ellos a Mateo, un pecador que necesita el perdón, uno que se ha convertido y ha sido no sólo perdonado, es más, ha sido promovido a la condición de discípulo (“Sígueme”). Eligió y llamó en Mateo, no a un nominado, un favorito de la elite religiosa oficial, sino a uno de aquellos con quienes normalmente uno evita tomar contacto, rechazado por todos los que tributaban a los dominadores romanos impuestos injustos y pesados a través de estos cobradores indebidamente enriquecidos por tal oficio a costa del empobrecimiento de sus hermanos.

También Jesús quiere dar una lección a sus discípulos de todos los tiempos, que cedemos ante la tentación de creernos más justos que otros porque cumplimos la ley de Dios o le rendimos culto pero no estamos dispuestos a mirar con ojos de misericordia a los pecadores a quienes descalificamos. A los que hoy disgregamos en vez de congregar, discriminamos en vez de incluir, hacemos también en la Iglesia castas que evitan tomar contacto con los que juzgamos inferiores o menos dignos.

Nosotros, en efecto, podemos caer en la misma trampa, olvidando la historia de nuestra propia vocación: elección, llamado, perdón, confianza que Dios pone en nosotros apostando por nuestra fidelidad para que no seamos como rocío que se evapora. No hemos tenido una experiencia profunda de la misericordia de Dios para con nosotros, o no logramos hacer una memoria agradecida del don de la misericordia de Dios con cada uno. Y por eso no logramos mirar a los hermanos con la mirada con que los mira Dios, con la mirada de misericordia con la que los mira Jesús. Como miró Jesús a Mateo: “Cuando se iba de allí vio Jesús a un hombre llamado Mateo”.

No hemos comprendido aún que en la comida de la Eucaristía Jesús se sigue sentando y compartiendo la mesa con pecadores, que para lograr la auténtica comunión con Él y los hermanos, también nosotros debemos despojarnos de nuestros prejuicios y asumir como prioridad la actitud de la misericordia, ésa que Dios prefiere hasta al mismo culto y liturgia a Él elevado.

La misericordia es la esencia del cristianismo, ha afirmado recientemente el Papa Benedicto XVI.[1] 

 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús,

Capilla Policial san Sebastián,

Paraná, Argentina

Domingo 8 de junio de 2008



[1] Benedicto XVI, 2008 en Génova, Italia.