XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 11, 25-30: Manso y humilde de corazón

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Zacarías 9, 9-10; Carta de san Pablo a los cristianos de Roma 8, 9. 11-13; Evangelio según san Mateo 11, 25-30

MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN

La profecía de Zacarías anuncia la alegría de Israel por la llegada victoriosa de un Rey Mesías, justo y humilde, que vendrá montado sobre un burro, promoverá el desarme de los ejércitos y la liberación de toda esclavitud, proclamará la paz de los pueblos y establecerá su señorío pacífico en toda la tierra.

El evangelista san Mateo verá cumplida literalmente la profecía de Zacarías con la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén montado sobre un burro (Mt. 21, 1-11).

Y en el evangelio de hoy leemos cómo Jesús se aplica a Sí mismo esta profecía mesiánica sobre el rey pacífico (Mt. 11, 28-30): “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana”. 

En el texto evangélico de este domingo podemos distinguir tres partes. La primera parte (11, 25-26) es una invocación que Jesús eleva alabando al Padre. La segunda parte (11, 27) es una revelación que Jesús hace sobre su íntima y especial relación con el Padre. La tercera parte (11,28-30) es una invitación de Jesús a hacerse discípulos de Él imitándole en su mansedumbre y humildad. 

Jesús realiza como una plegaria espontánea y jubilosa dirigida Padre y Señor de cielo y tierra. Manifiesta su admiración y asombro por la decisión libre del Padre de ocultar algo a unos (los sabios y entendidos) y manifestar eso mismo a otros (los pequeños, los sencillos).  Los “pequeños” son los discípulos (Mt. 10:42: “quien dé a beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por su condición de discípulo, les aseguro que no quedará sin recompensa”).

No se da precisión sobre qué es lo que el Padre oculta a unos y revela a otros, se dice sólo “estas cosas”. “Estas cosas” se refiere a “los misterios del reino de los cielos” que se dan a conocer a los discípulos y que justifica el uso de las parábolas por parte de Jesús, las cuales manifiestan a ellos lo que oculta a “quienes miran y no ven, escuchan y no oyen ni comprenden” (Mt. 13, 11).

Por el contexto precedente del evangelio paralelo de Lucas (10,21-22), no obstante, se podría pensar en que lo que provocó la admiración de Jesús fue que el Padre respaldó a los 72 discípulos  que volvieron a rendir cuenta ante el Señor de su exitosa misión (Lc. 10, 17-20).

Los “sabios y entendidos” ante quienes el Padre oculta “estas cosas” son los que se creen autosuficientes y cierran su mente y endurecen su corazón. Es imposible no asociar esta categoría con los doctores de la ley y fariseos.

Sin embargo, parece que no hay que poner el acento tanto en el ocultamiento a los sabios y entendidos sino acentuar más bien  la revelación que hace el Padre a la gente sencilla. Esto es lo que conmueve e inspira la alabanza gozosa de Jesús al Padre. Es una experiencia mística, una oración íntima en la que Jesús, hablando sin embargo como en voz alta, sin disimulo, se dirige al Padre Dios tratándole de Tú (“Te alabo”; “tu elección”), aunque al mismo tiempo le llama “Señor de cielo y tierra”, destacando su trascendencia, paradojal y admirablemente inclinada hacia la pequeñez. Este momento se podría comparar a la transfiguración del Señor (Mt. 17, 1-5), porque nos deja entrever la divinidad de Jesús. El motivo del reconocimiento de Jesús al Padre, lo que despierta su admiración gozosa, a la vez que el contenido de la plegaria de alabanza y acción de gracias del Señor, es el siguiente: ¡El querer libre del Padre se ordena a manifestar estos misterios a quienes tienen disposición para escucharlos y entenderlos! Porque Dios es amor y quiere la salvación de los hombres.

Cuando habla de “los pequeños”, los sencillos (Mt. 11, 25), que contrapone a “los sabios y entendidos”, Jesús asocia y pone en esa misma categoría a “los cansados y agobiados” a quienes invita a ir a Él, cargar su yugo, aprender de Él y encontrar en Él descanso (Mt. 11, 28-30). Él quiere que sus discípulos sean así, “mansos y humildes de corazón”, porque ésta es la condición para que el Padre les manifieste los misterios del reino, su bondad y su plan de salvación. De ellos, de los pequeños, cansados y agobiados,  ha hablado Jesús en las Bienaventuranzas (Mt. 5, 3-11: los pobres de corazón, los afligidos, los desposeídos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa del bien). 

En la segunda parte del fragmento evangélico del día (Mt. 11, 27), en continuidad con el Padre que revela a los sencillos, Jesús mismo se convierte en relevador y manifiesta su relación con el Padre, a Quien llama “mi Padre”. Ya no le habla al Padre sino, podríamos decir, a sus discípulos. Si en la Transfiguración el Padre hablará de su relación con el Hijo y la misión de Éste (“Éste es mi Hijo querido, mi predilecto. Escúchenlo”, Mt. 17, 5), acá es el Hijo quien habla pero el contenido del mensaje es el mismo: el Padre le ha encomendado todo, nadie conoce al Hijo sino el Padre, nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo decida revelárselo.

Habla Jesús de la intimidad de su relación con el Padre, pero también de su misión: manifestar a Dios (“Escúchenlo” dirá el Padre en la transfiguración de Jesús, Mt. 17, 5). Para eso ha venido el Verbo, la Sabiduría de Dios, para manifestar a los hombres bien dispuestos la buena nueva de la salvación. El querer libre, la iniciativa, el plan o designio del Padre y del Hijo, es revelar, no ocultar, los misterios del reino. Es la cerrazón de algunos hombres, su rechazo libre, lo que obliga a Dios a ocultar lo que por sí mismo está hecho para ser manifestado y es su querer manifestar. 

Pasando a la tercera parte del texto (Mt. 11, 28-30), leemos cómo Jesús vuelve a hablar dirigiéndose a otros, no ya al Padre, sino a los que quiere hacer sus discípulos, y hace una invitación o exhortación (“Vengan”).

Hay una serie de verbos que indican a qué invita Jesús: vengan a mí, carguen con mi yugo, aprendan de mí. Podemos resumir esta exhortación afirmando que Jesús invita a los cansados y agobiados (los bienaventurados del sermón de la montaña) a hacerse discípulos suyos y a hacerse discípulos imitándole.

Nos encontramos con otra contraposición, la de los dos yugos, uno está implícito y es un yugo áspero y pesado, frente  al yugo de Jesús, que es suave y liviano. Ciertamente que el yugo, que en Antiguo Testamento ya significaba la Sabiduría de Dios y la Ley divina, no podía por sí mismo sino ser también suave y liviano. Lo que había ocurrido era que muchos doctores y fariseos, los “sabios y entendidos” a quienes el Padre oculta los misterios del reino, habían convertido a la ley de Dios en carga pesada y esclavizante para la gente sencilla. A ellos, los “cansados y agobiados”, es a quienes Jesús invita a venir a Él para encontrar en Él alivio y descanso, con la condición de que, aprendiendo de Él, sean mansos y humildes de corazón.

El yugo de Jesús es el yugo del amor, yugo suave y de carga ligera. Es lo que Jesús tiene la misión de revelar, el misterio de Dios, que es amor, que se hizo modelo cercano e imitable en el Mesías Siervo, paciente, manso y humilde. El yugo de Jesús no esclaviza sino que da libertad. Jesús, realizando la profecía mesiánica de Zacarías, es el Príncipe de la paz que termina con toda dominación y nos hace auténticamente libres. 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús

y Capilla Policial San Sebastián,

Paraná, Argentina

Domingo 6 de julio de 2008