XIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
San Mateo 14, 22-33: La tempestad calmada
Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga
I Reyes
19, 9. 11-13
LA TEMPESTAD
CALMADA
Decíamos el
domingo pasado que el fragmento evangélico que relata cómo Jesús alimentó
milagrosamente a una multitud (Mt. 14, 13-23),
parece balancearse entre dos momentos de soledad de Jesús.
Al comienzo
se dice “Jesús se alejó en una barca a un lugar desierto para estar a solas” (Mt.
14, 13); y al final
afirma el evangelista que, después de despedir a la multitud, “subió Él
solo a la montaña a orar” hasta el anochecer (Mt. 14, 23).
También decíamos
que el segundo retiro del Señor tiene un objetivo preciso: “subió Él solo a la
montaña a orar”.
Y que, indudablemente, la vigilia de oración de Jesús está en relación con el
relato que le sigue: la prueba por la que van a pasar sus discípulos azotados
por la tormenta en el lago (Mt. 14, 23-32). Jesús
oraba por sus discípulos.
Aquí es donde se
inserta el texto que proclamó la liturgia hoy, el de Jesús caminando sobre el
agua del lago para ir al encuentro de sus discípulos, acudiendo en su ayuda.
Primero había orado largamente al Padre por sus
discípulos, y luego
no los deja solos en la dificultad sino que
va hacia ellos. También
orará Jesús al Padre en el huerto de Getsemaní por
sus discípulos antes del escándalo de la cruz (Mt.
26, 36-46).
Es el mismo Jesús,
Pastor que nunca deja de estar atento, vigilante,
y de compadecerse de la multitud (Mt. 14, 14), que
ahora acude en auxilio de sus discípulos movido
por la misma compasión. Él busca acompañar a sus
discípulos del mismo modo que no había querido
apartar a la multitud de su compañía,
por lo que había dicho a sus discípulos: “No
es necesario que se vayan, denles de comer ustedes
mismos” (Mt. 14, 16).
Acá se trata de
destacar un rasgo de la condición de discípulos de
Jesús. El discipulado se define, en efecto, como
la cercanía y el encuentro con Jesús
(los había mandado embarcar y pasar antes que
Él a la otra orilla mientras despedía a la multitud pero
para reencontrarse con ellos,
Mt. 14,22; “Jesús se acercó a ellos
caminando sobre el agua”, Mt. 14, 25; “Señor, si eres Tú, mándame
ir hasta Ti”, le dice
Pedro, “Ven”, Mt.
14, 28-29). El discipulado consiste en aprender a
reconocer siempre su presencia aún en medio de la
noche, las olas o el viento. En saber pedirle
ayuda en la dificultad (“¡Señor, sálvame!”, le
dijo Pedro cuando empezó a hundirse en el agua, Mt. 14, 30).
El texto nos habla de una experiencia fuerte de la presencia de Dios que tuvieron los discípulos, una manifestación o revelación de Dios, una teofanía. En este sentido se podría hacer una analogía con la transfiguración de Jesús (Mt. 17, 1-9). Y aquí es donde podemos relacionar el evangelio con la primera lectura de la liturgia de hoy (I Reyes 19, 9. 11-13). El profeta Elías, abrumado por la persecución y el destierro, busca a Dios en la montaña del Sinaí. Pero no encuentra al Señor que pasa ni en el viento huracanado, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la brisa suave. Así, la gloria de Dios se manifiesta plenamente a los discípulos no en las olas y vientos de esa noche sino en la tempestad calmada por el Señor Jesús. “Cuando subieron a la barca, el viento amainó. Los de la barca se postraron ante Él diciendo: Ciertamente eres el Hijo de Dios” (Mt. 14, 32-33). Él es el Señor, el que puede caminar sobre el agua y calmar las tempestades.
Sin dejar de reconocer
el carácter histórico del relato
de Jesús caminando sobre las aguas, vemos también en él
como otra parábola del reino,
en continuidad con las parábolas del capítulo 13 de san Mateo. En efecto,
podríamos escribir este texto diciendo: El reino
de Dios se parece a los discípulos en una barca
sacudida por las olas en medio de la noche, con Jesús, el Señor (“Soy yo”), que
se acerca a ellos dominando la tempestad e infundiéndoles confianza. El miedo de
los discípulos, que al inicio confunden a Jesús con un fantasma, y la fe
vacilante de Pedro, se asemeja a la parábola del sembrador (Mt. 13, 1-23) y
se parece a la semilla sembrada en terreno
pedregoso, que es recibida con gozo pero porque no
tiene raíces, resulta en inconstancia frente a la tribulación o la persecución (Mt.
13, 20).
Seguramente la
primera Iglesia, en los tiempos de persecución, recordó este hecho, lo releyó
desde el Cristo Resucitado, desde la perspectiva de la Pascua, y aumentó su fe
en la presencia continua y la intervención
permanente de Jesús en el mar de la historia,
donde navega segura la barca, imagen de la Iglesia, reino de Dios, a pesar de
las tempestades y las noches. Con razón le invocamos como
Señor de la historia.
“Cuando subieron a la barca, el viento amainó. Los de la barca se postraron ante
Él diciendo: Ciertamente eres el Hijo de Dios”
(Mt. 14, 32-33). “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, dirá Pedro en otra
confesión de fe en Cesarea de Filipo, Mt. 16, 16). “Yo
estaré con ustedes siempre, hasta el final del mundo”,
dirá Jesús y lo consiga san Mateo al concluir el evangelio (Mt. 28, 20).
Como en las
parábolas del trigo y la cizaña
(Mt. 13, 24-30. 36-43) y la de los peces en la red
(Mt. 13, 47-50), el reino de Dios se desarrolla
misteriosamente en la historia hasta la escatología final,
mientras crecen juntos el trigo y la cizaña, el bien y el mal, y recién el
último juicio separará los peces buenos de los malos.
Desde la mirada del Hijo del Hombre,
Señor de la historia, la Iglesia puede dimensionar
noches, olas y vientos de su caminar hacia el encuentro con Él,
tanto en la vida institucional como en la personal.
Podríamos todavía
destacar la actualidad de este evangelio
en relación a los miedos y sustos de los discípulos de toda época, también la
nuestra. Hay tantos motivos que, cual olas y vientos, nos atemorizan hoy en
nuestro navegar en la historia, nuestro camino hacia el reencuentro con Jesús.
Cualesquiera sean las causas de nuestros miedos existenciales, siempre aparece
detrás el rostro del mal,
misteriosamente permitido por Dios. Entonces es cuando debemos releer este
evangelio y buscar la presencia de Jesús Resucitado, saber que siempre ora por
nosotros ante el Padre, que siempre está muy cerca, oír su Palabra: “¡Ánimo!,
Soy Yo, no teman” (Mt 14, 27). Él puede hacernos caminar sobre las aguas para ir
hacia Él. Él siempre está dispuesto a extender su
mano, tocarnos y sostenernos fuertemente
para que no nos hundamos, como a Pedro cuando pidió su auxilio (Mt. 14, 30-31).
Él puede calmar los vientos. Él sube a la barca con nosotros (Mt. 14, 32).
Señor, a Ti
acudimos, infúndenos serenidad, confianza y fortaleza.
Pbro. Hernán
Quijano Guesalaga
Parroquia del Sagrado
Corazón de Jesús,
Capilla Policial San
Sebastián,
Paraná, Argentina
Domingo 10 de agosto de
2008