XX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
San Mateo 15, 21-28: El Pan de los Hijos
Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga
Isaías 56,
1. 6-7
EL PAN DE LOS
HIJOS
Leíamos hace dos
domingos el evangelio que nos habla de la
compasión de Jesús con la multitud a la que
alimenta multiplicando los panes (Mt. 14, 13-21, Domingo 18º Tiempo Ordinario
Ciclo “A”).
Movido por la
misma compasión, Jesús acude en auxilio de sus
discípulos, asustados por la tormenta en el lago,
y camina sobre el agua y calma la tempestad (Mt. 14, 23-32). Lo recordábamos el
domingo pasado (Domingo 19º T. O. “A”). “Señor, si eres Tú, mándame
ir hasta Ti”, le dice
Pedro, “Ven”, Mt.
14, 28-29). Y comentábamos entonces que ser
discípulo de Jesús consiste en
contar siempre con Él, con su presencia y cercanía,
y que, si el discípulo tiene fe,
puede superar cualquier dificultad,
e incluso caminar sobre el agua, como Jesús, por la potencia de Jesús.
Hoy continuamos
leyendo en la liturgia el evangelio según san Mateo, y pasamos al capítulo
siguiente, el decimoquinto. En el contexto de una
discusión con fariseos y letrados sobre si la
pureza es puramente exterior y se deriva del lavado de manos y otras prácticas
rituales de los judíos (Mt. 15, 1-18), Jesús da su
enseñanza sobre la auténtica pureza y la verdadera fe,
no sólo con palabras y discursos sino también con hechos y gestos.
Aquí es donde se
inserta el relato de un milagro obrado por Jesús en favor de la hija de una
mujer pagana, una que no prevenía del Pueblo de Israel, y que, sin embargo,
despierta el asombro de Jesús por su gran fe.
De esta manera,
en vivo, Jesús
manifiesta que la salvación,
como la pureza interior, no viene por la simple pertenencia a Israel ni por la
Ley ni por las prácticas rituales sino por la fe
en Él.
En continuidad con
las parábolas (Mt. 13), Jesús expresa que el reino
de Dios no quedará restringido al pueblo de Israel sino que está abierto
universalmente a todos los hombres.
Es lo que
anunciaba en el Antiguo Testamento el profeta Isaías hablando del templo de
Jerusalén, y proclamamos hoy en la primera
lectura (Isaías 56, 1.
6-7): “Mi Casa será llamada Casa de oración
para todos los pueblos”.
¿Dónde ocurre esta
cita de Jesús con la mujer pagana? En los confines de Galilea, camino hacia Tiro
y Sidón. Jesús va hacia donde sabe que no va a encontrar judíos porque
fue al encuentro de la mujer cananea,
porque quería hacer este milagro por ella y para enseñar
como una nueva parábola sobre el reino, sobre la
universalidad del reino de Dios.
Tres veces
interviene la mujer cananea. La primera vez desde
lejos, gritando
detrás de Jesús y sus discípulos, pidiéndole compasión; la segunda vez,
más cerca, y se postra ante
Jesús. Lo llama como lo reconocen los judíos: Hijo de David, Mesías. Ante la
primera invocación de la mujer, Jesús calla. A la segunda le responde con una
aparente evasiva. En la tercera cede, conmovido por la humildad y perseverancia
de la mujer. ¡He aquí nuevamente la compasión de
Jesús! La que pide compasión finalmente la
obtiene.
Los discípulos
abogan a favor de ella pero no porque les importe mucho la mujer o su hija sino
para “sacársela de encima”. Jesús quiere darles a ellos, y a los fariseos y
letrados, una lección, por eso responde, como poniendo estas palabras en boca
del judaísmo oficial: “¡He sido enviado solamente para las ovejas perdidas de la
Casa de Israel!” (Mt. 15, 24).
La mujer insiste, se
acerca y se postra: “¡Señor, socórreme!” (Mt. 15, 25). Una vez más el pedido de
auxilio a Jesús, como Pedro cuando se vio hundiéndose en el lago: “¡Señor,
sálvame!” (Mt. 14, 30).
Jesús quiere probarla,
la llama como los judíos llamaban despectivamente a los paganos: “No está bien
dar el pan de los hijos a los cachorros” (Mt. 15, 26). Ella acepta humildemente
su condición de “segunda categoría”, no le importa, y responde, insistiendo:
“Pero también los cachorros comen de las migas que caen de la mesa de sus
dueños” (Mt. 15, 27).
¡Admirable argumento
para seducir la compasión de Jesús! Jesús, maravillado, lleno de asombro, no
puede sino destacar y alabar la fe de esta mujer. Y cede. Le concede el milagro:
“Que se haga como deseas” (Mt. 15, 28).
A Pedro le reprochó
haber flaqueado en su fe cuando caminaba sobre el lago hacia Él y se asustó por
las olas y el viento: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?” (Mt. 14, 31). A
esta mujer, que ni siquiera pertenece a Israel, una extranjera, una pagana, la
felicita y le dice Jesús: “¡Qué fe tan grande tienes!” (Mt. 15, 28).
“¡Qué fe tan grande
tienes!”. Ella cree en Jesús, se dirige a Él dándole un título mesiánico: “Hijo
de David” (Mt. 15, 21) y le llama “Señor” (Mt. 15, 25).
“¡Qué fe tan
grande tienes!”. Algo parecido había dicho Jesús admirándose
de la fe de otro pagano, el centurión romano, a
quien también curó el hijo: “Les aseguro que no he
encontrado una fe semejante en ningún israelita.
(…) Ve y que suceda como has creído”
(Mt. 8, 10-13).
Y como curó el hijo del
centurión, y así como calmó la tempestad y salvó a los discípulos de sucumbir
bajo la tormenta en el lago, Jesús manifiesta también su poder a favor de esta
mujer. “Que se cumplan tus deseos. Y en aquel momento, su hija quedó curada” (Mt.
15, 28).
Cuando dice: “Mujer,
¡qué grande es tu fe!”, Jesús pensó en la fe de
María. ¡Cómo habrá despertado en Él admiración
también la fe de María!
Cuando dice: “Mujer,
¡qué grande es tu fe!”, Jesús pensó igualmente en la fe de la Iglesia.
¿Cómo es nuestra fe?
¿Despierta nuestra fe de discípulos la admiración de Jesús? ¿O quizás merece el
reproche que hizo a Pedro: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?” (Mt. 14, 31).
Aquellos fariseos
y letrados de Jerusalén, que por creerse tan puros, despreciaban a los paganos,
encuentran en la historia de la fe de esta mujer extranjera una apabullante
lección contra su soberbia. ¿No nos puede ocurrir
también a nosotros que a veces miramos hacia adentro de la Iglesia, y nos
consideramos los puros, mientras juzgamos despectivamente a los pecadores y a
los que no pertenecen plenamente aún a la Iglesia?
Este Evangelio
trata del carácter misionero universal de la
Iglesia. Sin discriminación de raza, lengua,
cultura, sin fronteras. Es la dimensión misionera
de los discípulos de Jesús, que son
discípulos y enviados,
discípulos no para guardarse exclusivamente para ellos la gracia del encuentro
con Jesús sino para ir a todo el mundo, a las
ovejas sin pastor que siguen arrancando la compasión de Jesús y nunca agotarán
su amor de Pastor.
Este Evangelio
trata de la perseverancia y la fuerza de la
oración de esta mujer. A veces Dios parece callar;
hay a veces como un silencio de Dios frente a nuestras súplicas, frente al cual
algunos abandonan la oración, incluso se enojan con Dios, mientras otros
perseveran, insisten, esperan y al final ven colmados sus deseos.
Lo que pedimos en la
oración siempre se cumple, si
es para nuestro bien, tarde o temprano, y Dios no
sólo cumple nuestros deseos sino que nos supera y sorprende
(cf. Oración colecta de la misa del día).
Cuando habla del
pan de los hijos, y
de las migajas que caen de la mesa de los hijos,
Jesús piensa en la Eucaristía. Jesús sigue siendo
quien, compadecido de la multitud, multiplica los panes y nos alimenta.
La Eucaristía es
para todos los
hombres; en la mesa de la Eucaristía todos somos
hijos. La Eucaristía, anticipo del
Banquete del Reino de los cielos.
Pbro. Hernán Quijano Guesalaga
Argentina
Domingo 17 de agosto de
2008