XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 18, 15-20: El amor fraterno

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Ezequiel 33, 7-9; Carta de san Pablo a los cristianos  de Roma  13, 8-10; Evangelio según san Mateo 18, 15-20 

EL AMOR FRATERNO

“Yo te he puesto como centinela de la casa de Israel: cuando oigas una palabra de mi boca, tú les advertirás de mi parte”. (Ez. 33, 7; ver también Ez. 3, 19).

Así le habla Dios al profeta Ezequiel, a quien llama centinela y encomienda una misión que compara con la de quien custodia la ciudad desde su puesto de guardia, desde la torre de vigilancia, atalaya o mangrullo, desde lo alto, como desde la mirada del mismo Dios, para alertar sobre los peligros que acechen y que el común de la gente desde el llano no alcanza a ver.

El profeta es como un vigía que no puede dormirse, debe estar siempre atento a mirar e interpretar todos los acontecimientos desde la mirada de Dios, desde la Palabra de Dios. Y eso es lo que ha de trasmitir.

El profeta debe hablar en nombre de Dios también para advertir y corregir al pueblo de su mala conducta. “Tú les advertirás de mi parte”.

Si tú no hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre. Si tú, en cambio, adviertes al malvado para que se convierta de su mala conducta, y él no se convierte, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida” (Ez. 33, 8-9).

El profeta no puede callar. Si calla, Dios le pedirá cuentas también al profeta por la mala conducta de quienes él debía guardar. Debe advertir, incluso admitiendo la posibilidad de no ser escuchado. Y advirtiendo, el centinela hace lo que debe hacer, y se salva. Su responsabilidad moral es una responsabilidad personal pero ésta no termina en que deberá rendir cuentas ante Dios por sus propios actos; el profeta es también responsable de la conducta de los otros.

Cuando suena el cuerno del centinela advirtiendo algún peligro, todo el pueblo, los que mientras el centinela vigila están durmiendo o dedicados a sus tareas, todos deben acudir a defender la ciudad, porque cada uno también es responsable de la vida de todos los demás.

El profeta, como el centinela, no puede callar porque Dios quiere la salvación de todos, también de los malos, y no agota los medios ni los plazos para llamar a los pecadores a la conversión.

Por esta razón, porque amando a todos quiere la salvación de todos, Dios envía a los profetas ante el Pueblo que ha sido infiel a la Alianza.

De la primera lectura ya podemos sacar algunas conclusiones prácticas: La corrección fraterna no es opcional sino un deber. Porque somos salvamos por lo que hacemos por los hermanos. Es el amor mutuo el que nos urge. Y si no hablamos para advertirles con amor fraterno, salvando la prudencia y oportunidad del caso, Dios nos pedirá cuentas. La omisión de un consejo puede  llegar a ser una cooperación con el mal que cometen los otros y Dios me imputará también a mí.

 

Las tres lecturas bíblicas de este domingo nos plantean el mismo asunto: el misterio del amor de Dios que busca la mediación para manifestarse inagotablemente a todos los hombres.

San Pablo, en la carta a los cristianos de Roma, escribe, en el breve fragmento que leemos en la liturgia de hoy:

Que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo: el que ama al prójimo ya cumplió toda la Ley. Porque los mandamientos: No cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás, y cualquier otro, se resumen en éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo. Por lo tanto, el amor es la plenitud de la Ley.” (Rm. 13, 8-10).

El que ama al prójimo ya cumplió toda la Ley, porque los mandamientos se resumen en el amor al prójimo y porque el amor es la plenitud de la Ley. ¡Maravilloso el camino de la moral cristiana: el amor!

 

El evangelio de este domingo (Mt.18, 15-20) no podemos aislarlo de su contexto precedente.

Al inicio del capítulo 18, en el que se reúnen diversas instrucciones dadas por Jesús a sus discípulos sobre el amor fraterno, san Mateo inserta una pregunta que estos le hacen al Señor: “¿Quién es el más grande en el reino de los cielos?” (Mt. 18, 1).

Jesús va a responder a sus discípulos con una parábola en vivo. Llama a un niño, lo coloca en medio de ellos y afirma: “Si no se convierten y se hacen como los niños no entrarán en el reino de los cielos. El que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos” (Mt. 18, 2-4).

Y, para ilustrar mejor su enseñanza sobre los pequeños-grandes, enseguida Jesús cuenta la parábola de la oveja perdida y encontrada, y concluye así: “El Padre del cielo no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños” (Mt. 18, 14).

Es el Padre Dios el pastor de las 100 ovejas que deja las 99 a resguardo para ir a buscar la extraviada hasta encontrarla. Es el Padre Dios quien se alegra más por la oveja extraviada que ha sido encontrada que por las otras 99 (Mt. 18, 12-13). En la parábola, donde los pequeños son comparados con las ovejas, Jesús quiere enseñarnos que el amor de Dios quiere que todos sean salvados, y cuida para que no se pierda ni uno de esos pequeños-ovejas, y nos muestra ¡cuánto vale para el corazón de Dios cada uno de estos pequeños, todos ellos, sin excepción, singularmente considerados!

En este contexto, y sólo en este contexto del amor de Dios Padre, Pastor y Centinela del rebaño de la Iglesia y de la humanidad entera, comprendemos la instrucción de Jesús sobre la corrección fraterna (Mt. 18, 15-20), a la que seguirá otra  enseñanza sobre el perdón fraterno ilustrada por otra parábola (Mt. 18, 21-35[1]).

Dice Jesús: “Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad.” (Mt. 18, 15-17).

Establece así Jesús un orden para la corrección fraterna:

1.        Primeramente en privado. La publicidad dañaría al hermano quitándole la buena fama a la que tiene derecho (muchas veces lo primero que hacemos es difundir sus faltas y así vendemos la fama del prójimo). De esa manera se protege y respeta la dignidad del pecador (uno de esos “pequeños” que tanto valen a los ojos de Dios), tratándole con amor fraterno (¡es un hermano!). Si la corrección tiene éxito, se gana al hermano. Si, en cambio, el pecador no cambia de conducta, imitando la paciencia y misericordia de Dios no se pierde la esperanza de convertirle y se procede al segundo paso.

2.        En segundo lugar, procurando la ayuda de una o dos personas más para intentar corregir al hermano que ha pecado. Y si aún así el pecador se resiste a convertirse, no desesperamos de su conversión porque Dios quiere la salvación de todos y cada uno tiene su tiempo de salvación.

3.        En tercer lugar, se recurre a la comunidad. Porque en la comunidad está presente Jesús (donde hay dos o tres reunidos en su nombre, Mt. 18, 20) y si en su nombre se pide al Padre, el Padre concederá cualquier don (Mt. 18, 19), incluso el don de la reconciliación y del perdón del pecador. A la comunidad, a la Iglesia, confió Cristo el poder de atar y desatar (Mt. 18, 18, como a Pedro en Mt. 16, 19, ahora a todos los discípulos), el poder de perdonar. Dios nos reconcilia con Él a través de nuestros hermanos, Dios nos perdona a través de nuestros hermanos. El perdón de Dios desciende al hombre por la mediación de la comunidad, de la Iglesia.

El evangelio  presenta con realismo el hecho de que también dentro de la Iglesia hay pecadores. No es ninguna novedad. Frente a quienes pretenden desautorizar también hoy a la Iglesia por los pecados de sus miembros, confesamos nuestra fe en una siempre Iglesia santa a pesar de nuestros pecados.

Sin embargo, todo pecado, aún aquel en que no se atenta contra un hermano, afecta de un modo u otro a toda la comunidad. Porque el pecado no sólo divide con respecto a Dios, sino que es también una ruptura de los hermanos.

Por eso, frente a la dimensión fraterna de todo pecado, es necesario poner en vigencia la dimensión fraterna del perdón, la reconciliación y el amor. Y esto no sólo en el interior de la Iglesia sino como aporte desde la Iglesia a la sociedad entera. En la sociedad vemos que hay necesidad de corrección fraterna, de perdón y reconciliación, de sanar rupturas frente a intereses sectoriales, etc. La sociedad individualista y materialista de hoy muchas veces no corrige porque no hay corresponsabilidad, porque la corrección del hermano no produce ganancias, no es rentable. La cultura competitiva prefiere dejar al pecador en su pecado porque quizás así elimina un competidor, y por eso mismo fácilmente lo difama. Esta cultura consumista parece más preocupada por las cosas que posee y goza que por la dignidad de las personas. En lugar de buscar al hermano para que se convierta, reconcilie y sea perdonado, muchas veces se encuentra alegría en la exposición pública de las faltas ajenas, la condena, el desquite o la revancha.

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga,

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús

y Capilla Policial San Sebastián,

Paraná,  Argentina

Domingo 7 de septiembre de 2008



[1] Esta lectura evangélica corresponde al Domingo 24º del Tiempo Ordinario, ciclo “A”, el próximo, aunque este año 2008 no se celebrará porque el Domingo 14 de septiembre tendrá precedencia litúrgica la solemnidad de la Exaltación de la Santa Cruz.