XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
San Mateo 21, 28-32: El hijo obediente
Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga
Ezequiel
18,24-28
EL HIJO
OBEDIENTE
El Hijo obediente es
Cristo Jesús, el Verbo de Dios,
quien, como nos dice san Pablo en el himno cristológico que proclamamos en la
segunda lectura del día, “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el
ser igual a Dios; sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo,
haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre, se
humilló a sí mismo, obedeciendo
hasta la muerte y muerte de cruz”
(Fil. 2, 6-8). Cumpliendo la voluntad de su Padre, obedeciéndole, se entregó
Cristo Jesús a la muerte de cruz.
La
parábola de los dos hijos (Mt.
21, 28-32), que encontramos exclusivamente en el evangelio según san Mateo, y
que según el contexto dirige Jesús en el templo a los sacerdotes y ancianos de
Jerusalén que le habían pedido cuentas de la autoridad con la que Él estaba
enseñando y actuando (Mt. 21, 23), se podría también llamar
la “parábola del hijo obediente”.
La parábola es
introducida por una pregunta que interpela: “A ver, ¿qué les parece?” (Mt. 21,
28), a la que añade Jesús después del relato una segunda pregunta: “¿Cuál de los
dos (hijos) hizo la voluntad de su padre?”
(Mt. 21, 31). Esta pregunta señala lo esencial del mensaje de la parábola:
el cumplimiento de la voluntad del Padre.
Los interlocutores
de Jesús responden correctamente a la pregunta de Jesús:
es el primero de los dos hijos el que hizo la voluntad
del padre, aquel que, cuando el padre le manda a
trabajar a la viña, si bien responde “no quiero”, luego se arrepintió y
en definitiva fue (Mt. 21,
28-29).
Lo esencial del
mensaje de la parábola es eso, que
el hijo obedece y cumple la voluntad del padre.
Por ello afirmamos más arriba
“el Hijo obediente es Cristo Jesús”.
Sin duda que no podemos
aplicar literalmente a Jesús la historia de la parábola, porque el Hijo
Unigénito de Dios nunca respondió al Padre como el primero de los hijos “no
quiero”, ni necesitó arrepentirse por ello.
La enseñanza de la
parábola sobre la obediencia a la voluntad del Padre tiene como destinatarios
inmediatos, como dijimos, a los sacerdotes y ancianos de Jerusalén, pero más
allá de ellos, se dirige a todos los discípulos de Jesús, a quienes aspiran a
ingresar a su reino.
Y con respecto a los
hombres adquiere relieve nuestra fragilidad, la demora en responder al llamado
de Dios, el titubeo, la contradicción o incoherencia entre los dichos y los
hechos, la falta de perseverancia en la obediencia a la voluntad de Dios a pesar
de que pueda haber buenas intenciones.
En este sentido,
los dos hijos de la parábola representan más bien
a nosotros los hombres, imperfectos: el segundo
hijo porque aunque dice que va a ir a trabajar a la viña
en definitiva no va, no
obedece al padre, y el primero de los hijos, porque no tuvo prontitud para
responder al padre desde el inicio que irá a la viña, aunque después repara su
rebeldía, se arrepiente y finalmente, yendo a
trabajar a la viña obedece a su padre.
En el primero de
los hijos de la parábola, más que su pecado al responder mal a su padre, lo que
se resalta es tanto su arrepentimiento
como que, a pesar de que había dicho que no quería ir a trabajar a la viña,
al final fue. El
primer hijo es el obediente, el segundo no.
A la parábola
sigue una aplicación que hace el mismo Jesús
(Mt. 21, 31-32). Los recaudadores de impuestos y
las prostitutas se parecen a la actitud del
primero de los hijos de la parábola. Porque, no obstante su mala conducta
anterior, escuchan el llamado a la conversión que hace Juan Bautista (¡y el de
Jesús!), le creen y se arrepienten. Los que se asemejan al segundo de los hijos
de la parábola son los jefes religiosos de Jerusalén (a ellos se dirige Jesús
cuando dice “ustedes”) que no creen a Juan Bautista (¡ni a Él!) y no se
arrepienten. Y por eso, agrega Jesús, los publicanos y prostitutas
entrarán antes que ellos al reino de Dios.
Las palabras de
Jesús son muy audaces y fuertes: a los que se consideraban y eran considerados
justos les dice que los publicanos y prostitutas son mejores que ellos, quienes
ellos consideraban pecadores. No por ser pecadores son mejores los
publicanos y prostitutas sino porque se
arrepienten y cambian de conducta.
Ésta es otra de
las parábolas de Jesús sobre el reino de los cielos (en este caso, la expresión
de Jesús es su equivalente “reino de Dios”). Lo que el Maestro nos enseña es que
para entrar al reino de Dios
hay que cumplir una condición, obedecer la
voluntad del Padre, cumplir la voluntad del Padre
no sólo de palabra sino sobre todo con la vida, con la coherencia de los hechos
y los dichos.
Siguiendo el modelo del
mismo Jesús, Obediente a la voluntad del Padre. Como Él mismo nos dice: “No todo
el que me diga ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que
haga la voluntad de mi Padre del cielo” (Mt. 7, 21).
En referencia a la
fragilidad del hombre en el cumplimiento de esa condición para ingresar al reino
de Dios, responde la lectura del Antiguo Testamento que se proclama este domingo
(Ezequiel 18,24-28), donde hablando de la justicia de Dios dice el
profeta: “Cuando el malvado se arrepiente
de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia,
salva su vida. Si
recapacita y se convierte
de los delitos cometidos, ciertamente vivirá”.
Y más adelante el profeta pone en boca del Señor estas palabras:
“No quiero la muerte del malvado sino que cambie de
conducta y viva” (Ezequiel 33, 11).
El mensaje del
profeta Ezequiel es un mensaje de esperanza, es una invitación a confiar en el
amor de Dios después del destierro y la destrucción de Jerusalén. Ezequiel,
apartándose de la tentación de echar a Dios la culpa de nuestros males o
escudarse en la responsabilidad colectiva, más bien
subraya la responsabilidad individual del pecador ante
Dios. “Cuando el malvado
se arrepiente de la maldad
que hizo y practica el derecho y la justicia,
salva su vida. Si
recapacita y se convierte de los delitos
cometidos, ciertamente vivirá”.
En el evangelio,
atendiendo a este arrepentimiento del primero de los hijos, los publicanos y las
prostitutas, y el perdón como don gratuito que no empaña la justicia de Dios,
advertimos que la parábola también nos habla del
amor y la misericordia divina. El reino de Dios no
está restringido, el Padre quiere que todos entren
en el reino, hasta los pecadores, si se
arrepienten. Dios Padre no quiere la muerte del
pecador sino que viva. Y con ese fin entregó a su
propio Hijo a la muerte y a la muerte en cruz (Fil. 2, 6-8).
El mensaje de la
parábola es una invitación a confiar en el amor del mismo Padre que nos pide que
cumplamos su Voluntad. Cada uno de nosotros debe experimentar sentirse como el
peor pecador, así como eran considerados los publicanos y las prostitutas,
confiando en que, si nos arrepentimos de nuestros pecados,
la misericordia de Dios nos hará entrar los primeros en
su reino.
Pbro. Hernán Quijano
Guesalaga,
Parroquia del Sagrado
Corazón de Jesús,
Paraná, Argentina
Domingo 28 de septiembre
de 2008