Solemnidad de Todos los Santos
San Mateo 4, 25 -- 5, 12: Bienaventurados los Santos
Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga
Apocalipsis 7,
2-4. 9-14
BIENAVENTURADOS LOS
SANTOS
En el Sermón de
la Montaña, Jesús se dirige a todos.
Por eso escribe el evangelista: “Seguían a Jesús
grandes multitudes que llegaban de Galilea, de la
Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania. Al ver a la multitud…”
(Mt. 4, 25 – 5, 1). Se trata de una multitud
llegada de todas partes.
A todos
anuncia que el Reino de Dios
ya está presente en Él
y ya es causa
de bienaventuranza, felicidad, dicha, alegría.
En esta multitud a
la que habla Jesús de las Bienaventuranzas, seguramente estaría Él contemplando
con optimismo lo que expresa san Juan en su visión del Apocalipsis (4, 25-5,12):
“Vi una enorme muchedumbre,
imposible de contar, formada por gente de todas
las naciones, familias, pueblos y lenguas. Estaban
de pie ante el trono y delante del Cordero,
vestidos con túnicas blancas;
llevaban palmas en la mano
y exclamaban con voz potente: ¡La salvación viene de nuestro Dios que está
sentado en el trono, y del Cordero!”.
Al predicar las
bienaventuranzas Jesús se dirige a todos.
Pero agrega san Mateo que sus discípulos
se acercaron a Él y entonces comenzó a enseñarles, a ellos,
a sus discípulos (Mt. 5,
1).
Y
se menciona a los discípulos
no para restringir a ellos los destinatarios de su universal enseñanza sino para
abrir el mensaje a la universalidad de los discípulos,
para ampliarlo a todo hombre que escuchando y acogiendo
su Palabra se haga precisamente discípulo de Jesús.
Todo hombre puede ser discípulo de Jesús. El mensaje se
dirige a todos, pero con la condición de que se hagan sus discípulos, porque
sólo podrán comprenderlo quienes, haciéndose
discípulos de Jesús, lo sigan, y caminen con Él[1].
La montaña es el lugar
de oración de Jesús, donde Él
se encuentra, cual nuevo Moisés,
cara a cara con su Padre Dios.
Lo que Jesús enseña, en la montaña, procede de su íntima relación y comunión con
el Padre. La montaña de las bienaventuranzas es el
nuevo y definitivo Sinaí. El Sermón de la Montaña
es la nueva y definitiva Ley
que nos trae Jesús. Sin abolir el decálogo mosaico, Jesús lo refuerza, supera y
lleva a su plenitud. Las Bienaventuranzas recogen
y profundizan los Mandamientos[2].
Desde la comunión
beatificante con el Padre, a quien contempla cara a cara, Jesús promete y augura
una multitud de bienaventurados, de santos, que participen de la plenitud de
comunión con Dios en el cielo. Los santos son quienes, “vestidos
con túnicas blancas;
llevaban palmas en la mano
y exclaman con voz potente: ¡La salvación viene de nuestro Dios que está sentado
en el trono, y del Cordero!”.
En las Bienaventuranzas,
Jesús define los nuevos valores y como el programa del Reino que inaugura.
La predicación de
las Bienaventuranzas también nace de la mirada que
Jesús dirige a sus discípulos. Ellas describen la situación de los discípulos
del Señor: son pobres, sufren, son desposeídos,
son perseguidos, y precisamente por eso
son bendecidos y considerados bienaventurados. Las
Bienaventuranzas enseñan lo que significa e
implica ser discípulo de Jesús. Las
Bienaventuranzas expresan la auténtica situación
de todo creyente que quiere vivir según la escala de valores de Jesús
y su inevitable confrontación con los criterios y valores
invertidos del mundo[3].
En la visión del
Apocalipsis, los bienaventurados son “los que
vienen de la gran tribulación” y
“han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la
sangre del Cordero”.
El discípulo de
Jesús se debe mirar en el espejo y modelo del Maestro.
Las Bienaventuranzas son, pues, antes que nada, el
autorretrato del mismo Jesús.
A las Bienaventuranzas Jesús
no sólo las proclamó sino que primero Él las vivió.
Él, Jesús, es el
auténtico pobre de corazón, el auténtico afligido, el auténtico desposeído, el
que tiene hambre y sed de justicia, el auténtico misericordioso y limpio de
corazón, el que de veras trabaja por la paz, el auténtico perseguido a causa del
bien, perseguido, el nuevo profeta injuriado y calumniado como los antiguos.
Se puede decir que las
Bienaventuranzas tienen, pues, un carácter
cristológico.
Manifiestan el Misterio Pascual,
la Muerte y Resurrección definitiva de Cristo.
Unido al Misterio de Jesús, y en comunión con Él,
el discípulo también experimenta en su existencia la Muerte y la Resurrección,
el sufrimiento y la beatitud. O más bien:
Cristo mismo en cierto sentido sigue sufriendo y
muriendo y resucitando en sus discípulos[4].
Las Bienaventuranzas
expresan el triunfo definitivo de Jesús Resucitado sobre la muerte y el
sufrimiento.
Las
Bienaventuranzas de Jesús se refieren a un don gratuito dado en esperanza, son
promesas escatológicas.
Pero ellas no deben entenderse exclusivamente como una felicidad anunciada
recién para un futuro o más allá lejano. Las Bienaventuranzas proclaman que
el Reino de Dios
ya está presente,
está actuando ya, y
ya en el presente
causan la alegría. Son una promesa ya inicialmente
realizada[5].
El evangelio de
las Bienaventuranzas plantea y responde la dramática pregunta fundamental que se
formula todo hombre: ¿qué significa ser feliz? ¿qué es la felicidad?. El
evangelio de las Bienaventuranzas aparece en
contraste con el mensaje de la mentalidad posmoderna actual,
que pone la felicidad en las actitudes opuestas: la de los ricos, los
hedonistas, los egoístas e individualistas, los que no se comprometen
solidariamente por los demás…, y que resultan un
sustituto de la auténtica felicidad, una felicidad
reducida al placer del momento que no es más que una droga sedante y no resuelve
los grandes problemas del hombre contemporáneo.
En el Sermón de la
Montaña, Jesús nos enseña cómo hallar la auténtica
felicidad. Por eso, las bienaventuranzas, como su
imagen del hombre, son siempre actuales.
El amor sintetiza todas
las actitudes subrayadas por las Bienaventuranzas:
los pobres de corazón, los afligidos, lo desposeídos, los que tienen hambre y
sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los constructores
de la paz, los perseguidos a causa del bien. En
eso consiste ser discípulo de Jesús, en
el compromiso del amor.
Es el amor el que hace
descubrir el sabor y la grandeza de la vida humana y la auténtica felicidad que,
como hambrientos, debemos buscar aún en medio de la pobreza, el dolor o la
aflicción. Porque
sólo siguiendo a Jesús por el camino de la cruz se llega
a la gloria de la resurrección.
Y es
en amar, y sobre todo en gratuitamente ser amado por Dios,
en lo que consiste la plenitud futura del Reino de Dios que ya pertenece a los
que el sermón de la Montaña llama bienaventurados.
A ese amor de Dios
que nos hace semejantes a Dios se refiere san Juan en el fragmento de su 1ª
carta que leímos en la liturgia de hoy (3, 1-3):
“¡Miren cómo nos amó el Padre!. Quiso que nos
llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente. Queridos míos,
desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se
ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se
manifieste, seremos semejantes a Él,
porque lo veremos tal cual es”.
En la profesión de fe de
la misa de hoy, manifestemos con esperanza que creemos en la comunión de los
santos, porque tenemos la garantía de ser contados un día entre esa multitud con
vestiduras blanqueadas por la sangre del Cordero.
Sean de verdad los
santos nuestros modelos e intercesores para que podamos responder con la gracia
de Dios a la vocación y llamado de toda la Iglesia a la santidad.
Vivamos con alegría la
solemnidad, la fiesta de la santidad de Dios, de la santidad de la Iglesia, de
la promesa cumplida en la multitud de bienaventurados que cantan alabanza a Dios
con los ángeles en el Día eterno. La muerte y el sufrimiento ya han sido
vencidas. Vivamos con alegría la fiesta de la de la promesa ya inicialmente
cumplida en nuestro Bautismo (por ello adquiere sentido los ritos de la luz y de
la vestidura blanca en la liturgia del sacramento del bautismo), mientras
caminando con Jesús, como discípulos suyos, vivimos ya en la tierra las
bienaventuranzas predicados por Jesús; ellas nos emparentan con los
bienaventurados del cielo.
Santos y a la vez
pecadores, acudamos al altar para ser lavados por la sangre del Cordero,
mientras en la Eucaristía, sacramento de los que caminan con Jesús,
anticipamos el Banquete y el gozo pleno del Reino de los Cielos.
Pbro. Hernán Quijano
Guesalaga
Parroquia del Sagrado
Corazón de Jesús,
Paraná, Argentina
Sábado 1º de noviembre
de 2008
[1] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 93. 96.
[2] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 93-95.97-98.
[3] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 98-101.
[4] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 100-102.
[5] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 99.