Fiesta. Sagrada Familia de Jesús, María y José

San Lucas 2, 22-40: Signo de contradicción

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Génesis 15, 1-6; 21, 1-3; Carta a los Hebreos 11, 8. 11-12. 17-19; Evangelio según san Lucas 2, 22-40 

SIGNO DE CONTRADICCIÓN

Durante la semana de Navidad, que litúrgicamente se denomina la Octava de Navidad, celebramos este domingo, dedicado a la Sagrada Familia de Jesús, María y José.

Vivimos todavía los sentimientos propios de las fiestas. Pero, nos podemos preguntar, aún  en medio de las fiestas, ¿estamos gozando? ¿hemos experimentado el asombro, el maravillarse ante el misterio del nacimiento del Salvador que contemplamos? ¿hemos experimentado la alegría, la alegría auténtica?

Parece lógico asociar las fiestas con la alegría. Sin embargo, no necesariamente una fiesta expresa o causa o se vive con alegría. Bien sabemos que hay fiestas con alegría y hay fiestas sin alegría, con alegría superficial puede ser pero sin una alegría auténtica, profunda, durable, con remanente de gozo permanente.

Esta distinción la ha sugerido días pasados el Papa Benedicto XVI[1], quien decía: “Es parte integrante de la fiesta la alegría. Con todo, una fiesta se puede organizar, la alegría no. Ésta sólo puede ser ofrecida como un don; y, de hecho, ha sido entregada como un don generoso. El Espíritu Santo nos da el don de la alegría. Él es la alegría. La alegría es el don en el cual todos los otros  dones están incluidos. Ella es la expresión de la felicidad, del ser en armonía con uno mismo, lo que sólo puede derivar de la armonía con Dios y la creación. Hace a la naturaleza de la alegría el irradiarse, la exigencia de comunicarse. El espíritu misionero de la Iglesia no es otra cosa que el impulso de comunicar la alegría que nos ha sido dada. Que ésta esté siempre viva en nosotros y así se irradie sobre las tribulaciones del mundo: tal es mi auspicio al fin de este año”.

Pero la causa de la auténtica alegría es la Salvación que nos trae nuestro Dios. Si se lo pedimos al Espíritu y tratamos de vivir esto en la Navidad, aunque haya sombras de tristeza en la superficie, y siempre subsisten motivos que de alguna aflicción, en lo profundo del alma estaremos realmente alegres e irradiaremos alegría.

Poco importa si este año la Navidad ha sido menos consumista y comercial. Aún teniendo en cuenta el valor del gesto de entregar un regalo al otro como expresión de amor y como signo del Gran Regalo que es para todos Jesús, el Salvador, quizás las dificultades económicas nos hayan hecho pensar más en lo que es más importante y profundo.

En efecto, pareciera necesaria una purificación de una cierta paganización de la Navidad que se ha venido dando, para que aparezca claramente la “señal” que fue dada por el ángel a los pastores: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc. 2, 12). En nombre de la tolerancia, la nueva sociedad pluralista ofrece en el mercado una versión light de la Navidad, que podemos advertir en los saludos más usados y que dicen poco del contenido central de la Navidad: elevemos nuestras copas, buenos augurios, paz…

Si en todo lo humano honesto hay valores religiosos aunque más no sea en forma seminal, sin dudas los sentimientos buenos que brotan por doquier en estos tiempos navideños tienen algo de Dios, han sido por Dios sembrados. Con todo, eso no basta, hace falta nuestro trabajo para ayudar a que la semilla del reino de Dios germine y crezca. De otra forma nos quedamos en una celebración de la Navidad meramente humana, superficial, sin trascendencia. ¿De qué vale si en estos días nos saludamos, reencontramos, intercambiamos regalos, quizás reconciliamos, si pasadas las fiestas volvemos a nuestros desencuentros, si no hacemos nada, en lo que de cada uno depende, por quitar las injusticias y procurar efectivamente la paz del mundo?

Ciertamente el mensaje de Navidad tiene potencialmente consecuencias sociales muy importantes, pero Dios se hace dependiente de nosotros para que ello sea posible y concreto. Es a través nuestro cómo la humanidad efectivamente vivirá según la justicia y la paz.

El evangelio de este domingo nos relata cómo María y José llevaron a Jesús al templo de Jerusalén, para cumplir con lo que manda la Ley de Moisés sobre la presentación o consagración al Señor del hijo primogénito. El evangelista destaca y llama la atención sobre la entrada o ingreso de Jesús en el templo. El profeta Malaquías (Mal. 3, 11 y ss.) había anunciado que el Señor vendría a su templo y quedarían purificados los sacerdotes, los sacrificios y todo el pueblo de Israel. El culto del Antiguo Testamento, con todo su valor, era imperfecto, y debía ceder ante la venida del Salvador prometido. En cierta forma, la entrada de Jesús en el templo para ser consagrado a Dios alude a todo el misterio de la encarnación y la venida del Hijo de Dios a este mundo para ofrecer al Padre un Sacrificio verdaderamente digno y puro. El anciano Simeón, que representa a los profetas de Israel, le reconoce y agradece a Dios porque por fin se cumplió lo que había sido prometido. Dirigiéndose a María, en alusión a la Muerte de Jesús, Simeón señala el momento culmen del Sacrificio que será ofrecido por Jesús al Padre.[2]

La intervención en el templo de la profetiza Ana también tiene el mismo sentido. Ella da gracias a Dios y habla del niño “a cuantos esperaban la liberación de Israel”.

En cierta forma, el texto nos está diciendo que hay un nuevo Templo y ése es Jesús el Salvador, como también un nuevo y definitivo culto agradable al Padre.

Insertado este texto de la infancia de Jesús, que se refiere a los 40 días de nacido el Salvador, manifiesta el sentido de su venida al mundo, y vincula la Navidad con la Pascua como un único misterio. Por otra parte, como son María y José los que presentan al niño en el templo, la lectura es oportuna para la celebración del día de la Sagrada Familia.

En realidad es el mismo Hijo de Dios, Sacerdote de la Nueva Alianza, quien se ofrece o presenta Él mismo como Víctima perfecta al Padre para satisfacción por los pecados de los hombres y salvación, redención o rescate de ellos.

Pero la mediación de María y de José tiene su sentido. María aparece como aquella a la que le será atravesada una espada, porque con su dolor, participará de la ofrenda y presentación de Jesús al Padre por nuestra salvación.

Contemplemos nuevamente al Niño Dios, no en el pesebre, sino en brazos de su Madre, en la gran ciudad de Jerusalén, entrando al templo. Contemplémosle alabado por Simeón y Ana como cumplimiento de las antiguas profecías después de una larga espera.

Contemplemos al Niño que es llamado “signo de contradicción”…, sí apenas 40 días después de su nacimiento, adelantando que el precio que pagaría por nuestra salvación sería muy alto. 

Como Jesús, ¿no es también todo cristiano un signo de contradicción? ¿No es la misma Navidad hoy un signo de contradicción?

Como la Sagrada Familia, ¿no hay también en la vida de toda familia cristiana, especialmente hoy, una experiencia semejante de contradicción? Que Jesús, María y José hagan fuertes a todas las familias frente a las dificultades que vive cada día, y las que va a vivir, sea que les hayan sido anticipadas o no. Con la fuerza que les dé la del corazón traspasado por la espada, María, seguir caminando, ciertos del cumplimiento pleno de lo que ha sido prometido por el Señor acerca de su reino.

Si queremos que el reino de Dios y su justicia sea una realidad en la sociedad toda, debemos comenzar por cooperar con Dios para que se vaya haciendo posible en el seno de cada familia. 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Domingo 28 de diciembre de 2008

Argentina


[1] Benedicto XVI, Discurso con ocasión de los saludos navideños, Ciudad del Vaticano, 22 de diciembre de 2008 (traducción del italiano del autor).

[2] Luis Rivas, Jesús habla a su pueblo, Ciclo B, Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, C. E. A., Buenos Aires, 2002.