Solemnidad. Santa Maria, Madre de Dios

San Lucas 2, 16-21: Guardar y meditar lo contemplado

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Carta de san Pablo a los cristianos de Galacia 4, 4-7; Evangelio según san Lucas    2, 16-21

Guardar y meditar lo contemplado

El evangelio según san Lucas que leemos en esta solemnidad es la continuación del que fue proclamado en la misa de Nochebuena (el nacimiento de Jesús y el anuncio a los Pastores: Lc. 2, 1-14). Porque hoy celebramos la prolongación de aquel gran Día, hoy es la Octava de Navidad.

Como los magos por la estrella, los pastores serán guiados por los ángeles hasta Belén. Como la estrella aparece y se oculta, también los ángeles, y la gloria del Señor que en ellos resplandecía, se esconde y desaparece de la escena para que los pastores vayan y verifiquen por sí mismos que ha sucedido como les fue anunciado.

“Vayamos a Belén”, se dicen unos a otros. Y del lugar donde acampaban, y en vela vigilaban por turnos, se dirigieron “rápidamente”, escribe san Lucas, a la ciudad de David buscando al Salvador, Mesías y Señor, que identificarían por esa señal que les había dado el ángel: “un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.

¡Imitemos la pronta respuesta de aquellos que no están sedados por el encanto de este mundo, ni demorados por el lastre de la pereza, sino que, en vela, despiertos, esperan la llegada del Señor! Como reacciona cualquier hombre recto que recibe una buena noticia, los pastores no se contentaron con lo que otros le cuentan sino que quisieron ver y oír por sí mismos.

Así es la fe, certeza de lo que ya poseemos, esperanza de lo que nos fue prometido. Se dispone por la vigilancia a recibir como un don lo que por el deseo busca.

El viaje de los pastores hacia Belén es metáfora de la búsqueda inquieta del hombre hacia su Salvador. Una búsqueda que no será exitosa si es sólo individual. Por eso leemos en el evangelio que los pastores “se decían unos a otros: vayamos a Belén”. No fueron solos, no buscaron solos, fueron a Belén y buscaron en comunidad, junto a otros, contando con otros. Ellos son imagen de la Iglesia que espera y busca a su Señor.

Al término de la búsqueda, los pastores encuentran. Encuentran porque se disponen buscando lo que se les ofrece como un don, encuentran un regalo gratuito e inmerecido y que siempre supera sus esfuerzos y deseos.

El objeto de la búsqueda de la fe es la contemplación, que en la gloria del cielo, ya no en la noche, se continuará en la visión beatífica del Día eterno.

Los pastores encontraron a María y a José y al recién nacido acostado en el pesebre. Es lo que vieron y contemplaron, tal como se les había anunciado. Y lo que vieron y oyeron ellos mismos lo proclamaron, alabando y glorificando a Dios. Y en quienes escuchaban el testimonio de tales testigos surgía la admiración, nos dice el evangelista.

Es la admiración provocada por la sorpresa y novedad de la buena noticia como gran alegría para todo el pueblo. Es la admiración que primero experimentaron los pastores cuando escucharon las palabras del ángel, y que ahora sigue suscitando el mismo anuncio que a través de ellos se difunde.

Primero lo acogieron, y se admiraron, lo gustaron, enseguida guardaron lo valorado en su corazón, y luego lo compartieron. Compartirlo es la dinámica de la misma fe, vinculada esencialmente a lo comunitario. Si no lo hubieran anunciado, los pastores habrían dejado de esperar vigilantes y de caminar en su itinerario hacia el Salvador.

Del asombro y la alegría brotan la alabanza y glorificación a Dios en los pastores. Y estas acciones se repiten en otros personajes el evangelio según san Lucas: en la historia de Zacarías en el rito de la circuncisión de su hijo Juan el Bautista, a la admiración siguió el soltarse de su lengua que bendecía al Señor (Lc. 1, 64); después de la curación milagrosa de un paralítico y de la sanación del siervo del centurión, “el asombro se apoderó de todos y glorificaban a Dios “(Lc. 5, 26; 7, 16); “toda la multitud de los discípulos, llenos de alegría, se pusieron a alabar a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto” (Lc. 19, 37).

Los pastores son modelo para nosotros de esa fe/esperanza cristiana que primero escucha y luego contempla (mira) y se maravilla (goza) y enseguida comparte evangelizando, misionando.

Con todo, el ejemplar más importante de esta actitud que nos propone el texto y la solemnidad de hoy, no es el de los pastores sino el de María. De ella nos dice san Lucas que “conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc. 2, 19). Lo escribe el evangelista acerca de la actitud de María respecto del nacimiento de Jesús y todos los acontecimientos que le rodearon. Lo repetirá, que María guardaba todo en su corazón contemplativo, a propósito del encuentro de Jesús entre los doctores de Jerusalén cuando Jesús cumplió 12 años de edad (Lc. 2, 51).

Ella, María, la Virgen a quien por el anuncio de otro ángel le fue anticipada esa gran alegría de la salvación, y aunque primeramente se sorprendió y temió, supo enseguida que Aquel que daría a luz era el Hijo de Dios (Lc. 1, 26-38), Ella, María, la que fue saludada por Isabel, ¡maravillada también Isabel!, como “la madre de mi Señor” (Lc. 1, 43) y llamada bajo el impulso del Espíritu Santo “feliz por haber creído lo que te fue anunciado” (Lc. 1, 45); Ella, María, de quien en Belén nació su Hijo primogénito (Lc. 2, 7), es la primera que escuchó, apreció y guardó en su corazón y luego compartió este gran Misterio, lo compartió con su prima Isabel aún antes del nacimiento, Ella nos presenta a Jesús en el pesebre de cada Navidad: María nos da a Jesús. Es lo que los pastores encontraron y vieron en aquel Belén.

Ella, María es la Madre de Dios hecho Hombre. Ninguna como Ella guardó y conservó este Misterio, ninguna como Ella tuvo y tiene tal proximidad y cercanía con el misterio de Jesús, el Salvador, hasta tal punto que integra y está asociada con Él en un único Misterio.

Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (N° 495) respecto de la maternidad de María: “Aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios”.

En Ella, María, se realiza como un nuevo comienzo de la humanidad, la humanidad nueva, salvada y redimida por Jesús. Por eso resulta tan apropiado iniciar cada año civil con nuestra mirada contemplativa fija en Jesús Salvador, Señor y plenitud de la historia, alfa y omega (comienzo y plenitud), el Hijo de Dios que en María se hizo carne para restaurar, recrear y renovar la humanidad.

A través de Ella, María, confiamos a Dios este nuevo año que iniciamos, poniendo en el Señor, y no en otro, nuestra esperanza, en Aquel que cumplió la promesa de su venida y cuya vuelta seguimos esperando al fin de los tiempos. 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

1° de enero de 2008 (Argentina)