Viernes Santo

El Sermon de la Soledad de la Virgen

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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CON MARÍA AL PIE DE LA CRUZ[1] 

“Junto a la cruz estaba su Madre” (Jn.19,25).[2]

 “Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col l,24), había escrito el Apóstol san Pablo.

Ella, María, tiene títulos especialísimos para completar en su carne la Pasión de Cristo. Testigo de la Pasión de Cristo con su presencia, de pie junto a la cruz, y partícipe de la misma cruz por su compasión. Ella tiene una participación del todo especial en la muerte redentora de su Hijo.

Ella completa en su carne la Pasión de Cristo.

Si hasta la Muerte de su Hijo nuestra contemplación, junto a María, se ha centrado en el mismo Jesús, después de su Muerte, mientras con Ella esperamos la Resurrección, una antigua tradición de la Iglesia nos invita a que, en la noche del viernes y la mañana del sábado santos, nos concentremos en la otra cara de un mismo misterio, en la Madre. Contemplemos a la Madre, a la que está, de pie, junto a la cruz de su Hijo muerto.

Ella está sola y en cierta medida necesita que la acompañemos. O más bien somos nosotros los que necesitamos de su compañía, como ocurre cuando media una muerte en la familia y se estrechan fuertemente los lazos de quienes han perdido al común ser querido.

Si no bastó para conmovernos la contemplación del dolor de Jesús, que la contemplación de esta Madre adolorada, en duelo, de sus lágrimas, nos conduzcan a compartir su dolor, y también su esperanza, y volvamos nuestra mirada a Jesús después de dejarnos lavar de nuestros pecados por la sangre redentora de su Hijo.

 

La soledad de María [3]

María estaba íntimamente asociada a la misión de Cristo. Ella debía ayudar a su hijo a liberar a los hombres del pecado.

Hubo una “hora” para María y esa “hora” fue la misma “hora” de su hijo, la Pasión y Muerte en la cruz y la Resurrección. La soledad de la Madre tuvo en la Pascua del Hijo su momento culminante, especialmente en el tiempo que va desde el Viernes hasta la mañana del domingo.

¿Cómo era el mundo interior de María en soledad en esa Hora?

La soledad de María fue, en primer lugar, el desprendimiento de toda creatura para llenarse, incluso sensiblemente, de Jesús. Cristo era todo para Ella. Nunca una madre  estuvo más unida a su hijo ni un hijo más unido a su madre. Porque todo hijo es parte del padre y parte de la madre, pero Jesús, en cuanto hombre, era todo de María. Nunca un hijo fue más parecido, física, psicológica y moralmente a su madre. Nunca hubo mayor unión y sintonía de corazones como entre Cristo y María.

Pues bien, en la “hora” de ambos, la de Cristo y de María, se le pide a Ella un desprendimiento mayor: el desprendimiento de la presencia sensible de su hijo. ¡He aquí el drama de la soledad de María! Lo que había llenado toda su vida, le era arrebatado. Ante ella su hijo en la cruz. Otrora ella había dicho su “Sí” a Dios, “Hágase en mí según tu palabra” (Lc.1,38). En la cruz lo repite con mayor convicción porque ahora entiende mejor, aunque no sin dolor.

Esa “hora” había polarizado toda su vida. Y esa hora confería unidad y sentido a toda su vida.  Era unidad de recuerdos guardados en función de la “hora” venidera y que a medida que pasaba el tiempo ella iba amasando, penetrando y entendiendo mejor, aunque siempre en la oscuridad de la fe. San Lucas pone de relieve este rasgo de María al decir que lo guardaba todo en su corazón (Lc. 2, 19.51). Y en la proximidad de la “hora”, a cada momento se excitaba el recuerdo de los sucesos pasados. Y entonces aumentaba el dolor y la soledad era más terrible por el contraste con lo que ahora se le quitaba: los misterios gozosos y los misterios de luz en contraste con los misterios dolorosos de su rosario viviente, Nazareth y el ministerio público de Jesús contrapuestos al Calvario.

Llega la “hora” y vienen a su memoria todas las predicciones y profecías y esa espada de dolor que la separaría de su Hijo (Lc. 2,35). Vienen a su memoria la huida a Egipto y los temores por el niño, el episodio de la pérdida y hallazgo del niño a los doce años, la partida de Jesús para la vida pública.

Llega la noche del Jueves Santo, la última cena, las revelaciones íntimas de Jesús a sus apóstoles, su testamento. Esa noche es la noche de la traición de Judas, uno de los doce, de la agonía de Jesús en el huerto, del abandono de sus apóstoles, de la negación de Pedro. Los Sumos Sacerdotes condenan injustamente a Jesús por blasfemo. Herodes se burla de Él y lo toma por loco. Pilatos, creyendo desentenderse, se lava las manos. Los soldados lo maltratan, escupen el divino rostro, se ríen de Él. Le ponen la corona de espinas. El pueblo prefiere a Barrabás, un asesino, antes que a Jesús. De todo esto, tarde o temprano, le llegan las noticias a María.

 

En la mañana del viernes, Jesús sale con la cruz a cuestas. Lo ve su Madre de lejos (después Ella no estará lejos sino cerca, junto a la cruz).  ¡Qué impresión! ¡Ese rostro, las heridas de los azotes! En el camino, según la tradición, la Madre y el Hijo se encuentran cara a cara. ¡Qué mirada la de la madre! ¡Qué mirada la del Hijo! El cruce de esas dos miradas era el encuentro en una misma disponibilidad hacia un común cometido: la voluntad del Padre en ésa, la “hora”.

 

Jesús llega a la cima del Calvario. Es despojado de sus vestiduras. Y María recuerda que en otros tiempos vestía y desnudaba al niño en Nazareth, con ternura y veneración, en la intimidad del hogar. Ahora su hijo es desnudado delante de los ojos curiosos y las miradas maliciosas de muchos testigos de la crucifixión.

Y se dividen los vestidos de Jesús y se sortea su túnica (Jn. 19, 23-24). Las ropas de un hijo muerto son algo sagrado para una madre. Son un tesoro que le sirve para mantener vivos los recuerdos de su hijo. Pero ninguna madre deseó tanto conservar las ropas de su hijo como María las de Cristo en el Calvario. Esas ropas llenas de virtud sobrenatural: por el contacto de sus vestidos se curó la hemorroisa (Mt. 9, 20-22). Sin embargo, los familiares de un condenado a muerte no tenían derecho a conservar sus ropas.

 

Jesús es clavado en la cruz. Los golpes de los martillos sobre los clavos traen otros recuerdos a María: Nazareth: Jesús ayudando a José en el taller de carpintería.

“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34), dice Jesús desde la cruz. Para una madre es un tormento especial presenciar la muerte de un hijo que habla con dificultad. Toda su atención se centra para escuchar a su hijo cuando con dificultad rompe a hablar. Así María, al pie de la cruz.  El corazón de María estaba hecho para guardar las palabras de Jesús. Cuánto más estas últimas. “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Sólo ella alcanzaba a darse cuenta. “Los verdugos no saben lo que hacen, Padre, perdónalos”. Y tú también, Madre, perdónalos.

Perdona a tus hijos menores, los que hoy precisamente engendras, perdónalos por la muerte de tu hijo Primogénito. Y Jesús parece decirte: “A cambio de mi presencia sensible, te doy todos los hombres, mis hermanos como hijos”. Por eso: “Mujer, he ahí a tu hijo” (Jn. 19, 26).

 

“Mujer, he aquí a tu hijo” (Jn. 19, 26). Jesús la llama “mujer”, como en Caná: “Mujer, ¿qué nos toca a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora” (Jn. 2, 4). Caná fue la hora adelantada. Lo recuerda ella en la hora definitiva. Y ella, como en Caná, en la cruz está otra vez a su lado. Desde la cruz María parece decirnos, como en Caná: “Hagan lo que Él les diga” (Jn. 2,5). Por mediación de María, en Caná Jesús cambió el agua en vino, en la cruz Jesús convirtió el vino en sangre redentora.

 

La inscripción de la cruz decía: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”. (Jn. 19,19). María lo leyó: ¡El nombre de Jesús! María recordó el momento gozoso en que escuchó ese nombre por primera vez. El ángel le había dicho: “Y le pondrás por nombre Jesús” (Lc. 1, 31).

“Jesús Nazareno”, dice la inscripción. ¡Nazareth! ¡Cuántos recuerdos de sublime gozo para la madre, compendio de treinta años de vida oculta! ¡Qué contraste!

Sin embargo, el cartel, escrito en tres lenguas, en hebreo, latín y griego, colgado de la cruz allí, en el calvario, en las afueras de Jerusalén pero cerca de los caminos de tránsito hacia y desde la ciudad, exponía y difundía públicamente a todo el mundo, la muerte de su hijo querido como un ajusticiamiento vergonzante de un delincuente.

Sin habérselo propuesto, Pilatos estaba proclamando a Jesús como Rey, pero un Rey despojado de poder, aparentemente fracasado, destronado, finalizando tristemente su reinado. No fue fácil para María, ver en Jesús, con sus ojos de fe, al verdadero Rey Mesías identificado con el Siervo Sufriente del que hablaban los Salmos y los Profetas.

 

Y dice Jesús al buen ladrón “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 23, 43). ¡Con qué amor maternal habrá mirado María al buen ladrón que defendía a su hijo! Y, sin embargo, este “hoy” (“Hoy estarás conmigo en el Paraíso”) en boca de Jesús fue para María el aviso de la muerte y la separación inminentes de su hijo.

¿Qué habrá pasado por la mente y el corazón de la Madre cuando oía los insultos a Jesús del otro ladrón? ¡Cuánto sufrimiento mirando María al mal ladrón! ¡Cuánto consuelo oyendo y mirando María al bueno!

¡Cuánto consuelo para María sabiendo Ella que ese anuncio valía también para Ella: estarás conmigo en el Paraíso, estarás conmigo en el reino…estar con Jesús, ¿no era eso lo que Ella quería con toda el alma? Hoy o más tarde estaría con Él. ¿No estaba ya con Él “al pie de la cruz”? ¿No debía Ella, siguiendo el camino del mismo Jesús, pasar antes por la cruz para llegar a la gloria?

 

“Tengo sed” (Jn. 19, 28), clama Jesús. El primer acto de una madre es dar de beber a su hijo. Y cuando le asiste en el lecho de agonía éste es también el último acto maternal. “Tengo sed”. Y María, escuchando estas palabras, recordaba cuántas veces las había dicho Jesús en su niñez y adolescencia en Nazareth y ella le había alcanzado el cántaro de agua fresca y lo había contemplado con embeleso mientras Jesús bebía.

¡Tiene sed y le dan a beber vinagre! “Tengo sed”, dice Jesús. ¡Si le hubiesen permitido a María darle de beber agua por última vez!

Pero no había necesidad de explicárselo a María como a la samaritana. “Si supieres quien te pide de beber, le pedirías tú a Él, y Él te daría una fuente de agua que no acaba”. María, de pie junto a la cruz de Jesús, está como sedienta que se surte, Ella la primera, del manantial de agua viva.

Se ha escrito que mediante su sed, Jesús manifestaba algo más que su necesidad de agua, su querer profundo de beber el cáliz que el Padre le tenía preparado, de cumplir la Voluntad del Padre, su identificación con la voluntad del Padre respecto de la salvación de todos los hombres.

Escuchándole, María, Su Madre, comparte con Jesús su sed de salvación.  Hoy, como entonces, Ella, junto a Jesús y la Iglesia, sigue sedienta de salvación.

María está al pie de la cruz, aparentemente pasiva e inactiva, callada, quebrada por el dolor aunque serena y fuerte. Pero Ella está allí, de pie, junto a la cruz de Jesús, como discípula amada que por su correspondencia de amor, perseverando hasta el final, compensa ante Jesús las ofensas y los pecados de los hombres, recrea, alivia, consuela y da ánimo a su propio Hijo. Nunca Jesús se sintió solo de María, ni en su niñez y adolescencia, ni en su ministerio público (ella siempre lo seguía, aunque de lejos, sin perder la cercanía de su amor). Nunca Jesús se sintió solo de María, mucho menos en la cruz (ya no está lejos sino junto a la cruz). Ella, María,  es el agua fresca que abreva la sed de su Hijo. 

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23, 46). “Todo está cumplido” (Jn. 19,30). Fueron las últimas palabras de Jesús. Acababan sus dolores. Acababa la soledad humana de Jesús. Pero no acababan la soledad y los dolores de María.

El momento más terrible de la soledad de María comienza después de la muerte de Cristo. Cuando una madre se encuentra frente al cadáver de su hijo, su atención y su memoria vuelven al pasado. Sobreviven los recuerdos del difunto con todo lujo de detalles. Así ocurrió con María después de la muerte de Jesús.  

La atención de María se concentraba en el cadáver, como en otro tiempo contemplaba su cuerpo mientras dormía, en Nazareth. De pronto, se acercan unos soldados. El temor embarga el corazón de la madre. ¿Qué harán con su cuerpo? En la conciencia de toda madre está grabada la persuasión de que tiene derecho sobre los restos mortales de un hijo. Mucho más en María. Y una lanza atraviesa el corazón de Cristo (Jn. 19, 34). Pero el golpe lastimó también el corazón de la madre.

Y salió sangre y agua. Y Ella comprendió que Jesús se vació, se entregó totalmente, sin reservarse nada para sí. Y Ella también quiso darse totalmente… 

Jesús es descendido de la cruz. María lo tiene en sus brazos, inerte, como en otro tiempo lo sostenía, dormido, en medio de un gran gozo. ¡Con qué cariño lo habrá limpiado y besado con sus propias lágrimas!

Circulan por internet una serie de tomas que un fotógrafo profesional pudo captar de la Piedad de Miguel Ángel en la Basílica de San Pedro, desde ángulos jamás probados. Es increíble cómo se ponen de manifiesto detalles de esta obra de arte antes desconocidos. ¿No ocurre lo mismo cuando, año a año, contemplamos el modelo original: la madre con su Hijo yaciente en brazos? Siempre nos revela perspectivas nuevas que nos asombran y sorprenden.

A cada uno de nosotros nos sostiene “la Piedad”, la Madre, en brazos, mientras nosotros yacemos muertos por el pecado, esperando Ella con certeza de que el Señor también a nosotros nos puede resucitar. 

Jesús es conducido al sepulcro y María se despide. El dolor de una madre se acentúa cuando se encierra el cadáver del hijo muerto en la tumba. En María, mucho más, por lo que la unía con su hijo.

Y, vuelta a casa, ¡esas horas fueron tremendas para María! Las imágenes de esos días se reproducen con todo detalle. Todos los lugares, personas y cosas que tuvieron relación con Jesús le actualizan la memoria de su rostro, de su mirada, de sus palabras…

María se siente dramáticamente sola. Y nadie en el mundo puede consolarla, porque nadie puede llenar el vacío creado en su alma por la separación sensible de Cristo.

Sin embargo, María no está totalmente sola. Ni Cristo ni Dios la han abandonado del todo. Ella misma no dudó un instante. La “hora” no acababa en la cruz sino en la resurrección. Ella supo esperar y por la soledad de estos tres días, asumiendo Ella misma el sufrimiento con amor, colaboró con su Hijo para liberar a los hombres del pecado.

Y tú, ¿dejarás sola a María? ¿dejarás sola a la Madre? 

Su presencia materna, de pie junto a la cruz, nos ha ayudado esta noche a mejor comprender y huir del pecado, que nos aleja de Dios, nos ha ayudado a acercarnos a la fuente de la salvación, Jesús, la que nos robustece para seguir al mismo Jesús.

Recibamos a María en nuestra casa. Acompañémosla en su duelo. Como Jesús se la encomendó al discípulo amado, a Juan, en el discípulo amado, la encomienda a todos. Nos la da como Madre. No la dejemos sola.

Ella es la nueva Eva, la Madre de todos los creyentes. Ella es la única Luz que brilla en la oscuridad de la noche del viernes. Con Ella permanecemos de pie, mediante nuestra esperanza, junto a la cruz vacía, junto al sepulcro, con recogimiento, hasta la Resurrección. 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, Paraná, Argentina

Viernes Santo, 10 de abril de 2009 a las 21 horas



[1] Sobre la base del sermón de soledad predicado en la Parroquia Sagrado Corazón el Viernes santo del año 2008.

[2] Pbro. Hernán Quijano Guesalaga, Paraná, 1985.

[3] De la Meditación de la Soledad de la Virgen María en Paraná en el año 1978;  en la que tomé ideas, algunas literalmente citadas, del libro de Willians “María”.