Solemnidad: La Santísima Trinidad, Ciclo B
San Mateo 28,16-20:
Los dicípulos enviados

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Deut. 4, 32-34; Carta de san Pablo a los Romanos 8, 14-17; Evangelio según san Mateo 28, 16-20 

LOS DISCÍPULOS ENVIADOS

En el fragmento de san Mateo que leímos, que es el final de su evangelio, se relata una última aparición del Resucitado a sus Apóstoles, el último encuentro del Señor con sus discípulos, a quienes envía a hacer discípulos a todos los pueblos.

En el evangelio según san Mateo (28, 16-20) llaman la atención algunos detalles que podríamos destacar.

Dos veces aparece la palabra “discípulos”. En el versículo 16 se habla de los “once discípulos”. Se trata de los Apóstoles. Falta Judas, el traidor, por ello se cuentan once.

Y en el verso 19 escribe el evangelista que Jesús envía a estos mismos once a “hacer discípulos entre todos los pueblos”. A los discípulos los envía a hacer discípulos. Les da título y misión de maestros sin que dejen nunca de ser discípulos. Porque lo que trasmiten no es una doctrina ni mandamientos propios sino de Quien los ha enviado. ¿Con qué autoridad harán discípulos? Con la autoridad, el respaldo y las credenciales de Quien los envía y que estará siempre con ellos. Con la condición de que jamás pierdan ellos mismos la condición de discípulos del único Maestro.

Esta relación entre el discipulado y la misión ha sido recienmente subrayada en Aparecida por los Obispos de América.

El auténtico discípulo de Jesús sigue a Jesús. Por eso los once van a Galilea, porque obedecen a Jesús que les había dicho que allí le verían (Mt. 28, 10).

El auténtico discípulo de Jesús experimenta la cercanía de Jesús. “Jesús se acercó y les habló” (Mt. 28,18).

El auténtico discípulo está con Jesús, o más bien se dispone para que Jesús esté siempre con él (Mt. 28, 20).

Este vínculo del discípulo con Jesús (seguimiento, cercanía, estar con Él) lo había roto Judas, el traidor. Por ello, no deja de tener importancia la cuenta de los discípulos en ese último encuentro: son once, no doce.

Escribe san Mateo que los once discípulos, al ver a Jesús se postraron, pero algunos dudaron (Mt. 28, 17). Se alude aquí a la potencial fragilidad del discípulo, que, junto a la adhesión a Jesús, no descarta experimentar contemporáneamente la duda, la perplejidad, la prueba, la búsqueda, los “por qué” no respondidos y hasta los cuestionamientos al mismo Dios que pueden hacer los cristianos de todos los tiempos, también los de hoy.

Para fortalecer la debilidad de las dudas que se mezclan con la fe del discípulo, Jesús se presenta revestido de plena y total autoridad y potestad para enviar y ordenar, asegurando una presencia y un apoyo sin límite de tiempo.

Por esa razón, porque Jesús se presenta revestido de plena y total autoridad y potestad, este último encuentro se concreta en una montaña (Mt. 28, 16).

En un monte había proclamado las bienaventuranzas del reino, en una montaña se había transfigurado. Hay una relación entre el monte de las bienaventuranzas, el de la Transfiguración y el de la Ascensión.

 

En el sermón de las bienaventuranzas (Mt.     4, 25 - 5, 1-12), Jesús es como el nuevo Moisés, aunque Él es superior a Moisés, porque, sentado (cual en una cátedra) en la montaña, el nuevo Sinaí, extiende la Alianza a todos los pueblos.  La montaña es el lugar de oración de Jesús, donde Él se encuentra, cual nuevo Moisés, cara a cara con su Padre Dios. Lo que Jesús enseña, en la montaña, procede de su íntima relación y comunión con el Padre. La montaña de las bienaventuranzas es el nuevo y definitivo Sinaí. El Sermón de la Montaña es la nueva y definitiva Ley que nos trae Jesús. Sin abolir el decálogo mosaico, Jesús lo refuerza, supera y lleva a su plenitud. Las Bienaventuranzas recogen y profundizan los Mandamientos[1].

Por eso, con esa autoridad superior a Moisés, Jesús Resucitado, desde la montaña de la Ascensión, envía a sus Apóstoles a enseñar a cumplir todo lo que él les ha mandado (Mt. 28, 20), la nueva Ley de las Bienaventuranzas.

 

La Transfiguración (Mt. 17, 1-9),  también en lo alto de la montaña (el Tabor, según la tradición) fue una anticipación, provisoria y breve, de la gloria de la Resurrección y la Ascensión del Señor. Por eso Jesús, mientras bajaban del monte, les encomendó a sus apóstoles que no hablaran a nadie de esa visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos (Mt. 17,9).

Jesús Transfigurado se nos presenta, como en ese otro monte, el de las Bienaventuranzas (Mt. 5, 1-12), cual un nuevo Moisés y nuevo Legislador en el nuevo Sinaí, que se encuentra con Dios en medio de la nube (Ex. 24. 15-18), con el rostro luminoso (Ex. 34, 29-35), que supera la antigua Ley y los antiguos Profetas. Por ello, la voz del Padre ordena escucharle. Por eso, después de la visión, desaparecen Moisés y Elías, y el evangelista nos dice que sus discípulos no vieron más que a Jesús solo (Mt. 17, 8).[2]

Moisés recibió la Ley de Dios; Jesús es la Ley misma, la Ley viviente, toda “la Palabra” de Dios. Por eso los discípulos deben escucharle.[3] “Escúchenlo”, dice la voz del Padre. A mi Hijo muy amado. No a Moisés o Elías.

Por eso, con esa autoridad superior a Moisés, Jesús Resucitado, desde la montaña de la Ascensión, envía a sus Apóstoles a enseñar a cumplir todo lo que él les ha mandado (Mt. 28, 20), la nueva Ley. La de las Bienaventuranzas, la del Espíritu, la nueva Ley que es Él mismo.

 

Volviendo al texto de san Mateo que leímos en la liturgia de este domingo,  cabe también destacar la universalidad del envío de Jesús a hacer discípulos entre todos los pueblos. Este universalismo de la condición misionera de la Iglesia supera la limitación del Antiguo Testamento al Pueblo de Israel.

La misión es tan extensa como la totalidad del mundo y tan duradera como la totalidad de la historia.

“Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). En la promesa de estar siempre con sus discípulos se concreta el anuncio profético de Isaías 7, 14, misteriosamente anticipado en el nombre de Jesús: el Emanuel, Dios con nosotros, el Salvador (Mt. 1, 22-23).

Y así, el evangelio de Mateo retoma el tema central del Dios con nosotros.

Cuando Jesús Resucita y es exaltado a la derecha del Padre, cuando al subir al cielo parece que se aleja de nosotros, es precisamente cuando está más cerca de nosotros, Resucitado y Ascendido al cielo Él es más que nunca el Dios con nosotros. “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).

 

Jesús, declarando que posee plena autoridad en el cielo y en la tierra, encomienda a los once la triple misión de hacer discípulos, bautizar y enseñarles a cumplir lo que Él les ha mandado (Mt. 28, 18-20).

Cuando Jesús dice que deben enseñar “a cumplir lo que Él les ha mandado” se refiere a los mandamientos de Dios, a la Ley, la que había sido dada en el Antiguo Testamento como camino hacia la felicidad (Deut. 4, 40, primera lectura de la solemnidad), y cuya plenitud es la de las Bienaventuranzas, la Ley de Su Espíritu (Rm. 8, 2), la Ley Viviente que es Él mismo, Jesús.

En el contexto de este envío que hace a sus once discípulos, a bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt. 28, 19), Jesús hace una de las revelaciones más claras del misterio de la Santísima Trinidad.

Y éste es el sentido de la lectura de este texto en la Solemnidad. Al ser bautizado, el discípulo es admitido en la intimidad de la misma vida divina, de la vida trinitaria de Dios.

Por la administración del único bautismo de Jesús, los cristianos recibimos al Espíritu Santo, somos constituidos hijos adoptivos de Dios, por ello podemos dirigirnos al Padre llamándole “Abba”, es decir Papá, y hechos coherederos con Cristo de la gloria (Rm. 8, 14-17, segunda lectura del día.).

“A los que escogió de antemano los destinó a reproducir la imagen de su Hijo, de modo que fuera Él el primogénito de muchos hermanos. A los que había destinado los llamó, a los que llamó los hizo justos, a los que hizo justos los glorificó” (Rm. 8, 29-30. 

Como por la Puerta del Hijo (“coherederos”), Primogénito de muchos hermanos, los que imitan su imagen, son escogidos, predestinados, llamados, justificados y glorificados.

Como por una mutua inhesión, el bautizado es injertado en la Trinidad y la Trinidad se hace presente en el interior suyo. Por ello escribe san Pablo a los romanos: “El mismo Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios” (Rm. 8, 16).

El Espíritu, desde nuestro interior, da testimonio a nuestra alma, da testimonio en nuestro interior, de nuestra condición filial respecto del Padre Dios.

Los discípulos de Jesús, escogidos, predestinados, llamados, justificados y glorificados, dice san Pablo, y podríamos agregar, relacionando la carta a los romanos con el evangelio según san Mateo: los discípulos también son enviados.

La misión forma parte inseparable de la misma condición del discípulo. La misión es compromiso de todo bautizado. El discípulo es, por definición, enviado, enviado a hacer otros discípulos, enviado a bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enviado a trasmitir los mandamientos, la ley del Espíritu, la Ley de las Bienaventuranzas, la Ley Viviente que es el mismo Jesús, su Palabra, enviado a enrolar en la familia de la Trinidad. 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús,

Capilla Policial San Sebastián,

Paraná, Argentina

Domingo 7 de junio de 2009



[1] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 93-95.97-98.

[2]  Ver nota de la Biblia de Jerusalén.

[3] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 368-369, citando a H. Gese y R. Pesch.