II Domingo de Pascua, Ciclo A

San Juan 20, 19-31: ¿Fe adulta o Fe de infancia?

Autor: Padre Javier Leoz

 

 

El encuentro del Resucitado con los discípulos, les había cambiado la vida. Todos eran hermanos y sentían lo mismo: la alegría de la Pascua.

1.- Contemplaban los acontecimientos a la luz de la Verdad y, en ello, ponían todas ilusiones y toda su existencia.

El choque del Resucitado con los apóstoles había sido tan decisivo que, su testimonio, era algo natural, espontáneo y lógico: disfrutaban hablando de Aquel que, bajando a la muerte, subió de la tierra tal y cómo les anunció en los días de su pasión.

2.- ¿Y ahora? Como, en todos los grupos, salió una voz discordante y disconforme. Tomás, el incrédulo, no solamente no creía que Jesús hubiera resucitado, es que además se negaba a dar por válido y serio el testimonio del resto de sus compañeros. Su fe, la de Tomás, estaba sostenida por su forma particular de comprender y de acoger las cosas: todo lo que no veo, queda fuera de mí. No me sirve.

¿Le podrían convencer, o volver de sus posiciones, la experiencia, el encuentro, el cara a cara que el resto de los apóstoles tuvieron con Jesús Resucitado? ¿Qué le impedía a Tomás dar el paso hacia la fe aún sin ver? Su dificultad residía, y no lo olvidemos, en una fe hilvanada por el simple hilo de la apariencia.

3.- Tal vez, lo más positivo de Tomás, es que también él quería tener una experiencia real y fuerte del Resucitado. Pero, lo negativo, es que se cerraba a creer por la palabra y la experiencia viva de sus compañeros. Pronto, Jesús, se hizo presente. Las puertas estaban tan cerradas como la mente de Tomás y, a la vez, tan fáciles de abrir como el corazón de aquel testarudo apóstol con la simple presencia del Resucitado.

En ese momento, y no lo olvidemos, todos los esquemas de Tomás caen por el suelo. Aquel que, sin ver no creía, de pronto se fía. ¿Y por qué cree? ¿Por qué ve? ¿Por qué siente que su rostro se sonroja ante la evidencia de la nueva vida? ¿Tal vez por qué, Jesús, no merecía tanta incertidumbre, racionalidad o dudas? En el fondo, Santo Tomás, creía pero…quería un cara a cara con el Señor. Pudo más en él, el afán de seguridades, que el misterio de la fe. Su confesión “Señor mío y Dios mío”, no solamente es un grito de fe. También lo es de arrepentimiento: ¡qué necio he sido! ¡Señor, cómo te he podido tratar así! ¡Qué ciego he estado! ¡Por qué me he dejado llevar por la dureza de la razón!

4.- También, a nosotros, el Señor nos reclama la fe. No tenemos la suerte de asomarnos a ese sepulcro que todavía conserva el calor del cuerpo de Jesús. No poseemos el privilegio de sentarnos frente a Pedro, Juan o Santiago para preguntarles sobre el cómo Jesús resucitó y cómo era. Pero, precisamente por ello, nuestra fe vale lo que el oro fino: creemos por el testimonio de los apóstoles. Creemos por lo que nuestros padres nos han transmitido. Creemos porque, en la experiencia que otros tuvieron del Resucitado, tenemos también puesta nuestra esperanza, nuestra ilusión y nuestra certeza de que Jesús es el principio y final de todo. Creemos porque, la Iglesia, nos ha ido transmitiendo todo esto con sufrimiento, convencimiento y amor: ¡Jesús ha resucitado!

Amigos; nosotros no hemos tenido la oportunidad de meter nuestros dedos en el costado o en las marcas que, la pasión de Jesús, dejó en su cuerpo. Pero, también es verdad, que en la Eucaristía, la escucha de la Palabra, la oración personal, los dramas del mundo, la celebración del resto de los sacramentos nos pueden hacer sentir en propia carne la alegría y la experiencia de Cristo Resucitado. ¿Lo intentamos?

5.- AYÚDAME, SEÑOR

A estar contigo, para cuando Tú llegues

vea y sienta que has resucitado

Para que, cuando los demás me digan que creen

también yo me fíe de lo que creen y esperan

Que no sea tentado por la incredulidad, el mal

la apatía o el escepticismo

Que acoja, con serenidad y con alegría,

la noticia de que Tú vives en medio de nosotros

Que, en las marcas de la humanidad,

descubra las profundas llagas de tu Cuerpo

Que reaccione mi fe, cuando tu Palabra,

sale a mi vida un tanto muerta y fría

Que sea capaz de desplegar los dedos de mi mano

y buscar las heridas de tu costado

Que sepa verte, como Resucitado,

y no recordarte como el Cristo muerto

Que las llagas de tu costado

sean para mí, prueba de tu victoria

Que las heridas que se abren en el mundo

sean una llamada a descubrirte vivo en él

Que con Tomás, postrándome ante tu presencia

resucitada, eterna, viva y pascual

pueda decir hoy y siempre:

¡Señor mío y Dios mío!