Conmemoración de todos los Fieles Difuntos

El vacio que dejan, se llena con la Fe

Autor: Padre Javier Leoz

 

1.- "Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43). Todos los Santos y Todos los Difuntos son dos notas de un mismo acorde: llamada a la eternidad. Los primeros participan plenamente de la Pascua del Señor y, los segundos, son aquellos que jalonan nuestra memoria más inmediata y aquellos otros que, sin permanecer en el recuerdo de nadie, la iglesia les reza y les ofrece esta jornada de meditación, oración y reflexión.

Todos los difuntos deben de conmovernos profundamente. Su ausencia sigue siendo para nosotros un enigma. Su partida es ley de vida y otras inesperadas. Pero, más allá de todo esto, es bueno pensar que los que nos han precedido se han llevado todo un potencial del amor de Dios que, un día, les hará resurgir del silencio, de la muerte que ahora les humilla.

2.- La vida es como un partido de fútbol. Tiene dos tiempos bien diferenciados. En el primero de ellos, el hombre, tiene un protagonismo total. Parece como si lo que tocamos fuese lo definitivo. Como si nuestros días fueran interminables. Como si, de verdad, el hombre fuera dueño, regidor absoluto de todo y en todo. Amamos, odiamos, crecemos, trabajamos, sufrimos, formamos familia, nos realizamos, viajamos, creamos, destruimos, etc. Es el tiempo del despegue. De disfrutar a tope en el terreno de juego.

En el segundo tiempo de nuestra existencia palpamos que, la muerte, nos juega una mala pasada. ¡Cuántas ilusiones y proyectos, subidas y bajadas, ahorros e ideales, son de repente abortados y sancionados injustamente por ese gran “árbitro” vestido de negro que es la muerte! Entonces es cuando, también, bebemos el cáliz amargo de nuestra debilidad. Ni la ciencia puede ser respuesta definitiva para todo, ni dirigimos los hilos de nuestros días como creíamos.

Es, en este último tiempo, cuando asistimos desde la grada de nuestra felicidad a la despedida de nuestros seres queridos. Es, en esos instantes, donde aprendemos también por nosotros mismos a jugar con el arte y la fe, la esperanza y la caridad, con los valores y la ética que nuestros difuntos nos han legado. Entre ellos, el más importante, Dios.

3.- Dios, incluso en estos momentos, nos dice que este partido no ha terminado. Que hay una prórroga. Que la muerte no es palabra definitiva. Que existe un tercer tiempo al que todos podemos llegar si no vendemos ni perdemos por el camino la confianza, la fe y el inmenso amor que Jesús nos trajo bajo su brazo.

En ese tercer tiempo es donde, hoy, situamos a nuestros difuntos. Ahí es donde los dejamos y donde soñamos con verlos. Ahí es donde viviremos un día en compañía de aquellos que tanto han significado para nosotros y que, la muerte, injusta o justamente nos los ha arrebatado.

¿No es consolador el vivir esta jornada con esta perspectiva? Más importante que el árbitro de la muerte, es el Dueño del terreno de juego y de la misma vida: DIOS.

Mientras tanto, miraremos arriba y abajo, a nuestra izquierda y a nuestra derecha, y seguiremos disfrutando de tantas cosas materiales y espirituales que ellos nos dejaron. Seguiremos jugando (limpiamente) con el estilo y la honradez a la que tantas veces nos llamaron. Avanzaremos como creyentes intentando vencer por goleada con el espíritu que nos marcan las bienaventuranzas. Pensaremos que, nuestra propia existencia, es un soplo que pasa y que, por lo tanto, hay que saber respirarlo profundamente para oxigenarnos con la gracia divina.

4.- Hoy, en esta festividad de Todos los Difuntos, caemos en la cuenta de tantos lugares vacíos que un buen día estuvieron ocupados por aquellos seres queridos que, aún estando físicamente ausentes, los sentimos vivos en el corazón.

Sus palabras siguen sosteniéndose en el aire de nuestras casas

Aquel trabajo y la vitalidad con la que pasaron, nos empujan a mantener vivo su espíritu

La fe con la que cerraron sus ojos, es luz para cuando no queremos ver a Dios

Y el vacío, que su marcha dejó, lo llenaremos con la fecundidad de la Palabra de Dios, con la esperanza que nos ofrece Jesucristo de saber que, por ser hijos de Dios, no permitirá que permanezcamos para siempre en el olvido.