VIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 2, 18- 22: Los signos… Lenguaje de pertenencia

Autor: Padre Javier Leoz

 

 

1.- A punto de iniciar, el próximo miércoles, la Santa Cuaresma, nos hemos reunido en el nombre del Señor para celebrar este banquete Pascual.

Sí; desde el momento, en el que el Señor resucitó, su triunfo fue nuestro triunfo y con su pisar la muerte, también nosotros la hemos pisado aunque tengamos que cerrar los ojos por un tiempo a este mundo. Nuestra vida, desde el instante en que fuimos bautizados, es una realidad iluminada por el acontecimiento de la Pascua del Señor.

Ni tanto, ni tan calvo. Podríamos concluir después de escuchar el evangelio de este domingo: ni ayunar porque sí (inutilizando su sentido), ni marcharnos al otro extremo de no guardar ningún gesto que denote nuestra amistad con Jesús, nuestra pertenencia al pueblo de Dios, nuestro caminar como Iglesia.

Si la alianza de los novios, cuando la miran, refleja su fidelidad; o un regalo a tiempo y oportuno, el cariño que encierra, ¿qué puede significar el ayuno cristiano? No le demos más vueltas. Cuando queremos a alguien, ¿no somos capaces de plasmar cualquier esfuerzo, locura o sacrificio por agradarle? ¿No se convierte, ese período de interés, en un recuerdo vivo por aquel a quien se quiere?

2.- Hoy, en un mundo veterano y con experiencia de sobreabundancia y despilfarro, lo extraordinario puede ser –precisamente- ir contracorriente: sentir un poco la sensación de hambre o sobriedad; contrastar la grandeza con la sencillez; la opulencia con la escasez. Y, por otro lado, damos un paso más: lo hacemos en el nombre del Señor; en su recuerdo; sensibilizándonos a su presencia; porque queremos que, el camino hacia la Pascua, pase por el corazón de nosotros mismos; por el corazón de la familia cuando se reúne a compartir los bienes materiales.

¿Tiene sentido el ayuno? Si hay fe: ¡Sí! Tiene vigencia y, tal vez, más que nunca. Necesitamos desiertos. Lugares que nos inviten a conservar o recuperar el amor de un Dios que corre el riesgo, y no por parte de El, de ser perdido. ¡Dímelo con flores! (dice la enamorada al novio) ¡Dímelo con obras! (puede ser la sugerencia del Señor)

Necesitamos signos que nos recuerden, una y otra vez, que somos miembros de una nación consagrada. ¿Qué las banderas no son lo más importante de un país? Pero, cuando ondean, reflejan el sentir y la vida del pueblo a los que representa. Y el ayunar, por ejemplo, es dejar vacío el interior para que sea ocupado y conquistado por el alimento espiritual de Dios. Es saber que lo hacemos por alguien: ¡Va por ti, Señor! Y, entonces, vemos que el acento no lo ponemos en lo “qué hacemos” sino en el “por quién” lo hacemos.

Cuando se le ama de verdad, cuando nos sentimos piedras vivas del Dios vivo, la simbología (por ejemplo la dieta o la abstinencia) se convierte no en algo fundamental pero si en una cuña que asegura, consolida, ajusta y purifica nuestra fidelidad a Dios.

3.- No hay riesgo (no hay más que ver el entorno de nuestros hogares cristianos) de que caigamos en la exageración. Si Jesús volviera, tal vez, hasta cambiaría un poco su evangelio diciéndonos: “hombre; no está mal que en mi presencia os olvidéis un poco de comer, de fumar, de gastar, de ver o de trasnochar y me hagáis un poco más caso”.

Hoy, porque tenemos la sensación de que somos un poco odres viejos, necesitamos alguna novedad que nos haga sentirnos bien. Esa novedad tiene un nombre: JESÚS. Con El, palpamos que la alegría no viene de fuera sino del hecho de haberle descubierto. Y, cuando se le descubre, entonces todo lo que realizamos y simbolizamos está orientado para acrecentar y hacer más fuerte nuestro vínculo y amistad con Dios en Jesús.

ANÉCDOTA

En cierta ocasión, un ilustre visitante, llegó a una gran ciudad. Todos sus habitantes se echaron en masa a la calle. Y, por unanimidad, decidieron elevar, en su honor, un obelisco en el centro de una gran plaza.

Al cabo de los años, cuando de nuevo regresó el festejado personaje a la ciudad, constató con tristeza que, aquellos que prometieron nunca olvidarle, no salieron a recibirle porque estaban todos, dando vueltas y más vueltas, en torno al monumento.

Sin dudarlo, subiendo a lo más alto de la pilastra, gritó: “¡Eh, amigos; que estoy aquí!”

El ayuno no es un fin en sí mismo. Y, lejos de olvidar su sentido, nos ayuda a no arrinconar, y sí recordar, la razón de su ser: queremos vivir con y como Jesús. ¡Va por El!