XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 14, 13-21: Bendecir al Señor

Autor: Padre Jesús Martínez García

 

 

“Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos” (Mt 14, 19-20)


La Sagrada Escritura, especialmente los salmos, está llena del espíritu berakático. La bendición (bendición ascendente, de los hombres a Dios) –beraká–, traducida por la versión de los LXX por eulogia, es una actitud amplia de alabanza que implica capacidad de admirar, de maravillarse, contemplar, adorar, olvidarse de sí mismo, dirigiéndose a Aquel que ha realizado maravillas en el mundo (bendición descendente), de quien proceden los beneficios que recibimos. También incluye el dar gracias (y por eso beraká se tradujo después en la Iglesia como eukaristía). Ese espíritu de alabanza y glorificación a Dios impregnaba toda la vida la vida ordinaria y litúrgica de Israel.


De ahí que Jesús bendijera en alta voz al Padre en diversas ocasiones: al regreso de los 72 discípulos, en la multiplicación de los panes y de los peces, antes de resucitar a Lázaro, y especialmente antes de instituir la Eucaristía, pues este sentido de alabanza y agradecimiento impregnaba la Cena pascual de los judíos, y en concreto se hacía una bendición especial antes de comer el cordero y otra sobre la copa por las maravillas que hizo con su pueblo. La Eucaristía fue instituida en este contexto de una gozosa alabanza-gratitud al Padre. Y en ese movimiento ascensional, Cristo entregó su Cuerpo y su Sangre, se entregó a Sí mismo como sacrificio y alimento, alabando y agradeciendo al Padre.


También nosotros te alabamos, Señor, te bendecimos, de adoramos, te glorificamos, te damos gracias, porque sólo Tú eres grande, sólo Tú, Señor, y porque has hecho las maravillas de la historia de la salvación, y nos has dejado tus sacramentos, nos has dejado a tu Madre.


Hoy procuraré unirme a la Iglesia que alaba con Cristo al Padre; bendeciré a Dios por todo el bien que me ha hecho, por haberme hecho cristiano y dado la posibilidad de participar en esta alabanza común de la Iglesia. Y lo haré especialmente en el momento de la Consagración, unido a Cristo y a todo su Cuerpo Místico.