Domingo de Ramos, Ciclo B

Marcos 15, 1-39: Eloí, Eloí

Autor: Padre Jesús Martínez García

 

 

“Y a la hora de nona exclamó Jesús con una fuerte voz: «Eloí, Eloí, lemá sabacthní?», que quiere decir: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?»” (Mc 15,34)

Cuando se ha apostado por Dios, y ante la impotencia por el sufrimiento aplastante y la muerte cercana, es humano, es algo profundamente humano, levantar la mirada a Dios y preguntarse: «¿Por qué? ¡¿Dónde está Dios?!».

Esa misma pregunta lanzada al cielo puede significar cosas distintas, según el corazón de quien la formula. En unos casos puede ser una queja, un desafío a Dios –si Dios existe, que lo demuestre ahora–, o puede ser la manifestación del dolor sumido en la certeza de quien sabe que Dios está por allí escuchándole en medio de su desolación. Es la exclamación final del Santo Job que, después de sufrir él solo su desgracia y sentir la lejanía de Dios, afirma: Yo sé que mi Redentor vive, y al fin... yo veré a Dios (Job 19, 25-26).

«En realidad –explica Juan Pablo II–, si Jesús prueba el sentimiento de verse abandonado por el Padre, sabe, sin embargo, que no lo está en absoluto. Él mismo dijo: El Padre y yo somos una misma cosa, y hablando de la pasión futura: Yo no estoy solo porque el Padre está conmigo. En la cima de su espíritu Jesús tiene la visión neta de Dios y la certeza de la unión con el Padre. Pero en las zonas que lindan con la sensibilidad y, por ello, más sujetas a impresiones, emociones, repercusiones de las experiencias dolorosas internas y externas, el alma humana de Jesús se reduce a un desierto, y Él no siente ya la “presencia” del Padre, sino la trágica experiencia de la más completa desolación... Si el pecado es la separación de Dios, Jesús debía probar en la crisis de su unión con el Padre, un sufrimiento proporcionado a esa separación» (Audiencia, 30-XI-1988).

Gracias, Señor, porque has querido experimentar hasta lo más íntimo de tu humanidad todas las consecuencias dolorosas derivadas del pecado, incluso hasta el límite, hasta la amargura de la soledad –la ausencia de Dios–, y nos enseñas a confiar en el Padre.

 

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