XX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.

Lc 12,49-57. El otro incendio

Autor: Mons. Jesús Sanz Montes, ofm

 

 

            Podríamos pensar, en vano, que el Reino que Jesús ha venido a inaugurar, y del que nos hablaban los Evangelios anteriores con tonos fuertes, es una aventura curiosa, entretenida, sin riesgo ni compromisos, ideal para gentes aburridas que quieren superar piadosamente su sopor. El Evangelio de Jesús, el programa de su Reino, son tremendamente comprometedores, y no se reducen tan  sólo a un aspecto de la vida, sino que entra hasta su médula.

            Este es el transfondo del párrafo de san Lucas que hoy escuchamos: “he venido a traer fuego a la tierra... me alegro que ya esté ardiendo, pues es lo que quería” (Lc 12,49). No es que Jesús estuviera anticipando en la teoría lo que después haría el emperador Nerón en la práctica. No se trata de ningún incendio absurdo, sino de encontrar una metáfora adecuada para presentar la Palabra de Jesús: lo que Él habla es fuego. Jesús es la Palabra que el Padre Dios quiso acampar entre nosotros, y no es una Palabra cualquiera. Escuchar su voz supone siempre no tener endurecido el corazón (Salmo 94), implica dejarse sorprender y conmover. Porque esa Palabra es precisamente la salvación inesperada e inmerecida que Dios nos ha regalado, haciéndola florecer en el terruño de todos nuestros exterminios.

            Hoy Jesús habla de fuego, de división. ¿No parecen estas palabras demasiado distintas y distantes con tantas otras de su Evangelio, en las que Jesús aparece bendiciendo niños, curando enfermos, resucitando muertos, alimentando hambrientos...? ¿Cómo, entonces, ahora sale con este discurso tremendista de fuegos y persecuciones?

            El fuego tiene al menos dos funciones: una es destructiva, y lo que toca lo aniquila como en este período estival estamos acostumbrados a ver en nuestros bosques, por desgracia; la otra es purificativa, y como sucede con el oro en el crisol, el fuego devuelve al precioso metal su belleza y su pureza originarias. Obviamente, Jesús se refiere aquí a esta segunda acepción del fuego. Son demasiadas adherencias las que se han ido pegando en la humanidad y en cada hombre, como para que el Señor no nos comunique este santo deseo: que pueda prender lo que en nosotros y entre nosotros no responde al diseño de Dios, y que prendiendo sea purificado cuanto no tiene la huella del Creador en nuestra vida.

            Es el fuego del Espíritu de Dios, que hace nuevas todas las cosas, que las recrea haciéndolas volver al estupor del origen, cuando todo era bello y bueno, que las estrena en su más honda verdad. El fuego del Espíritu es el que tanto desea Jesús que arda en nosotros. Y no sólo el fuego. Termina este Evangelio hablando de una cierta facilidad que tenían aquellos hombres –y todos– para interpretar los fenómenos naturales, y sin embargo eran ellos –y también nosotros– incapaces de hacer un juicio sobre el mundo con sus engaños y falacias. Hay que saber discernir, distinguir lo bueno y lo malo, lo que viene de Dios y a Él conduce, y lo que sencillamente no lleva a ningún sitio. Pedir la luz del Señor, fijar nuestros ojos en Él, y con su mirada prestada empezar a contemplar las cosas desde otra orilla, la de Dios. Este es el incendio que Jesús vino a traer, el que purifica, el que recrea y enamora, el que nos devuelve a la verdad y nos previene de toda suerte de mentira. 

 

+ Jesús Sanz Montes, ofm

Obispo de Huesca y de Jaca