Solemnidad de la Santísima Trinidad

Juan 3,16-18: Retrato de Familia

Autor: Mons. Jesús Sanz Montes, ofm 

 

 

Estamos ante una de las fiestas más importantes de nuestro credo cristiano, y sin embargo ante una de las más distantes y extrañadas. La Trinidad, la fiesta que celebramos este domingo, no es un teorema complicado de aritmética teológica o celestial, sino justamente el rostro reluciente y el hogar habita­ble que anhela nuestro corazón. Dicho de otro modo, contemplar la Trinidad es con­templarnos a no­sotros mismos, viendo en Ella nuestro origen primero y nuestro des­tino final. Porque el hombre y la mujer, a diferencia de las demás criaturas hermanas son el único ser creado a “imagen y semejanza de su Creador.

Precisamente, porque nuestras vidas no siempre reflejan nuestro origen y nuestro destino en Dios, es decir, porque en tantas ocasiones la historia humana se ha aseme­jado a cualquier cosa menos a Dios, porque demasiadas veces nuestras ocupaciones y preocupacio­nes desdibujan o incluso malogran la imagen que nuestro Creador dejó en nosotros plas­mada, justo por eso necesitamos volver a mirar y a mirarnos en Dios.

Las lecturas bíblicas de este domingo nos permiten reco­nocer los rasgos de la imagen de Dios a la cual debemos asemejarnos. Dios no es solitariedad. El es comunión de Personas, Compañía amable y amante. Por eso no es bueno que el hombre esté solo: no porque un hombre solo se puede aburrir sino porque no puede vivirse y desvivirse a imagen de su Creador. Lógicamente, esta comunión de vida no es un simple amontonamiento, ni un jun­tarse para extraños intereses, sino que la compañía que se refleja en Dios, modelo para la nuestra, está llena de amor, para amar y para dejarse amar.

Nuestra fe en el Dios en quien creemos no es la adhesión a una rara divinidad, tan ex­traña como lejana, sino que creyendo en Él creemos también en nosotros, porque nosotros –así lo ha querido Él– somos la difusión de su amor creador. Amarle a Él es amarnos a noso­tros. Buscar apasionadamente hacer su voluntad, es estar realizando, apasionadamente también, nuestra felicidad. Desde que Jesús vino a nosotros y volvió al Padre, Dios está en nosotros y nosotros en Dios... como nunca y para siempre.

Mirar la Trinidad y mirarnos en Ella, como un gran retrato de familia, la familia de los hijos de Dios, haciendo un mundo y una historia que tengan el calor y el sabor de ese Hogar en el que eternamente habitaremos: en compañía llena de armonía y de con­cordia, en esperanza nunca violada ni traicionada, en amor grande y dilatado como el Corazón de Dios.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Obispo de Huesca y de Jaca
Domingo de la Sagrada Familia
18 mayo 2008