XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 15, 1-32. “Celebremos un banquete, porque este hijo mío se
había muerto y ha vuelto a vivir

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 
Comentario:

 

“Celebremos un banquete, porque este hijo mío se
había muerto y ha vuelto a vivir”


La proclamación evangélica de este domingo, comprende el capítulo 15 de san Lucas, con las tres parábolas de la misericordia de Dios. En las tres se resalta el gozo y la alegría al recuperar lo que estaba perdido mediante la salvación, el amor de Dios. Es la respuesta de Jesús a la crítica de los letrados y fariseos justificando su conducta a favor de los marginados de la salvación.

Dios, Padre de todos, no margina a nadie, sino que se alegra de recuperar y salvar al hombre perdido en su pecado, restaurándolo a su dignidad de hijo, no sólo “quitando una mancha”.

Las tres parábolas del “hallazgo” terminan con la fiesta y la alegría que se quiere compartida. La fiesta es la conclusión de las tres aventuras. Lo importante es que todos se sientan implicados en la fiesta: “Alegraos conmigo”. La búsqueda puede emprenderla uno solo. Lo mismo la vuelta a casa. Pero la alegría del encuentro ha de ser compartida por todos, sin reservas. La alegría pone de relieve la misericordia de Dios. Misericordia que es una constante en toda la historia de la salvación. Dios es “clemente y misericordioso” (Ex 34,6), culminando en Cristo, imagen del rostro misericordioso de Dios. “Te compadeces de todos porque todo lo puedes y disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiaras, no lo habrías hecho” (Sab 11, 23-24).

Pero no nos quedemos contemplando este impresionante cuadro, ni tampoco permanezcamos tranquilos porque contamos con un Padre misericordioso que nos espera, busca y perdona.

Hemos de entrar, participar, gozar de la fiesta. El hijo mayor, el hombre recto y observante, que siempre sirvió con fidelidad, se queda fuera de la casa. No quiere participar de la fiesta. Lo decisivo para entrar en la fiesta y vivirla en plenitud, es saber reconocer nuestras equivocaciones, que no está todo en “cumplir unas normas”, sino tener un corazón abierto y acogedor como el del padre que abraza al que se fue y busca al que no faltó de casa. Aunque se cumplan todas las órdenes del padre, si no se sabe comprender y amar al hermano, aunque se haya equivocado, se incapacita para sentir y vivir el gozo del perdón y para celebrar una fiesta fraterna.

Cuenta una historia que una anciana tenía apariciones divinas, y el cura del pueblo quería pruebas de la autenticidad de las mismas. “La próxima vez que Dios se te aparezca, le dijo, pídele que te revele mis pecados, que solo él conoce. Esa será una prueba suficiente”. La mujer regresó un mes más tarde, y el cura le preguntó si se le había vuelto a aparecer Dios. Y al responder ella que sí, le dijo: “¿Y le pediste lo que te ordené?”. “Sí lo hice”. “¿Y que te dijo él?” “Me dijo: Dile al cura que he olvidado sus pecados”.

Así es el amor de Dios… Por eso con el salmista podemos decir: ”El amor de Dios por siempre cantaré. De edad en edad anunciará mi boca tu lealtad” (Sal 89,2). Pero no solo de palabra, sino tratando de perdonar y acoger como El lo hace.