XX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lucas 12, 49-53: “No he venido a traer paz, sino división”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

Comentario:


 “No he venido a traer paz, sino división”

Fuertes y contradictorias parecen estas palabras de Jesús. La Buena Noticia nos parece tan hermosa, tan llena de amor, que su mensaje no puede ser otro que el de una gran paz y armonía entre todos los hombres. Eso es lo que proclamaron ya los ángeles en la primera Nochebuena: “Paz en la tierra a los hombres que él quiere tanto” (Lc 2, 14); y lo que pidió Jesús al Padre en la Última Cena: “Que sean uno como tu Padre estás conmigo y yo contigo” (Jn 17,21).

Aquí, sin embargo, Jesús parece decir todo lo contrario. Su mensaje no viene a producir paz y concordia entre todos, sino que lleva a la división incluso entre los miembros más allegados de la familia, padres e hijos, nueras y suegras.

No se trata de cualquier mensaje, sino de la presencia misma del Reino de Dios. No cabe oír la Buena Noticia del Reino y permanecer neutral o indiferente. No cabe entusiasmarse con Jesús y seguir en lo mismo de siempre.

El Reino de Dios, más que una paz tranquilizadora, es un compromiso serio y constante en la lucha por la paz, la solidaridad y el desarrollo de toda persona humana. La neutralidad es imposible. Jesús comenzó la lucha: “He venido a prender fuego en el mundo”. Pero la lucha cristiana no es matar, es “ser bautizado”, es decir, “sufrir la pasión” como consecuencia de la fidelidad a un proyecto y mensaje. El amor que entra en el mundo encuentra oposición: “Este está puesto para que todos en Israel caigan o se levanten; será una bandera discutida”. (Lc 2, 34-35).

Ante esta realidad el seguidor de Jesús ha de optar con entusiasmo y fidelidad. Hay que tomar decisiones y actuaciones que implican cambios radicales en la vida, que pueden afectar profundamente más allá incluso a los vínculos familiares, por muy respetables que sean: “Si uno quiere ser de los míos y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 26).

Esta radicalidad de Jesús puede parecer utópica. Tal vez al oír tantas veces estas exigencias del evangelio nos lleven a mantener una postura de cierta ambigüedad faltando el entusiasmo por un seguimiento comprometido. El ser cristiano es un caminar en “una vida nueva” (Rom 6,5), superando toda disculpa que justifique mantenerse en ese ir tirando.

La carta a los Hebreos que se proclama en este Domingo nos invita a tener ese coraje en la lucha contra el mal, en el seguimiento entusiasta de Jesús, el testigo del fuego y del amor: “Quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe” (Hbr 12, 1-2).

Dejemos que las palabras de Jesús provoquen lo íntimo de nuestro ser y que sean un auténtico repulsivo. Buscamos explicaciones a las exigencias de Jesús por no optar, porque no queremos ver que la fe en Jesús sólo tiene sentido cuando totaliza la existencia. No confundamos el Amor con lo gratificante poseído. El amor de Jesús es fuego devorador.