XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lucas 18, 1-8: “Orar siempre sin desanimarse”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

Comentario:


La oración es tema reiterativo en los evangelios. Se nos invita a orar; se nos dice cómo hacerlo; el ejemplo de Jesús que es asiduo a la oración; se nos dice que oremos para no caer en la tentación; se nos anima a perseverar en la oración en la parábola de este domingo. Todo esto nos está indicando que la oración es algo importante para el cristiano.

Muchos son los que principalmente entienden la oración como un instrumento para lograr unos objetivos determinados dentro del ámbito de lo útil e inmediato. Acuden a Dios como a santa Bárbara cuando truena. No es que no nos haga falta pedir a Dios. Jesús mismo nos recomienda la oración de súplica: “Pedid y se os dará” (Mt 7,7). El también la utilizó en más de una ocasión, y en momentos trágicos de su vida. Sería una equivocación reducir la oración al logro de unas peticiones que salen de nuestra boca en situaciones concretas y angustiosas.

La oración, como la de Jesús, brota de una fe viva, la expresa y la alimenta. La mejor base para una buena oración es una fe madura que no entiende la oración como búsqueda egoísta de favores de Dios, sino un trato filial, íntimo con Dios desde la vivencia del amor. San Juan de la Cruz lo expresaba de esta manera:

“Olvido de lo creado,
memoria del Criador,
atención a lo interior
y estarse amando al Amado”.

Junto a la oración de súplica está la de alabanza, la de acción de gracias, la de adoración que manifiestan unas actitudes de admiración, gratitud y contemplación ante el misterio de Dios que se desborda en amor. La oración es alteridad, es decir, encuentro con otro, que no es sino Dios que quiere relacionarse con nosotros personalmente “como un amigo trata con un amigo”, como en el caso de Moisés (Ex 33, 11); o más aún como un hijo con su padre siguiendo la enseñanza de Jesús a sus discípulos: “Cuando recéis decid: Padre” (Lc 11, 2). De aquí que la oración tiene su comienzo en una actitud de escucha a Dios en lo íntimo de nuestro corazón, en el contacto con la Palabra, en la celebración de los sacramentos, en los acontecimientos de la vida y en el encuentro con el hermano. Qué atinada petición la de Salomón: “Concede a tu siervo un corazón que sepa escuchar” (1Re 3, 9), adoptando una actitud de sencillez ante Dios que se nos comunica. Para orar hay que estar muy atentos, olvidándose de uno mismo, abriéndose con naturalidad y sencillez a esa presencia silenciosa y profunda de Dios, porque Dios se manifiesta no en el terremoto y en el fuego, sino en el susurro de una brisa suave (cfr. 1Re 19,12).

Para la mayoría de los cristianos la oración es la que nace en los momentos de apuro o en las horas de alegría intensa. Oración humilde y pobre, nacida casi sin palabras desde lo hondo de la vida. Dios, que es Padre, escucha, entiende y acoge siempre esa oración con amor.

El peligro está en lo que entendemos por la eficacia de la oración, conseguir lo que deseamos y cómo lo deseamos. La eficacia de la oración está en que nos hacemos más creyentes y más humanos. Abre nuestro corazón para escuchar con más sencillez y sinceridad a Dios y a los hombres. Limpia nuestros criterios, nuestra mentalidad y nuestra conducta de aquello que nos impide ser hermanos. No es extraño, pues, que Jesús nos anime a que oremos sin desanimarnos.