XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lucas 10, 25-37: “Anda, haz tú lo mismo”.

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

Comentario:


San Lucas 10, 25-37: “Anda, haz tú lo mismo”.

El texto evangélico comienza con una pregunta: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”, y termina con una indicación, un mandato. “Anda, haz tú lo mismo”. El camino para conseguir la vida eterna está claro. Jesús habla no de teoría, sino de acción y acción realizada desde la capacidad de amor.

La parábola se halla colocada en la narración del viaje de Jesús de Cafarnaún a Jerusalén. Viaje que le lleva a culminar su obra salvadora en la cruz. Camino que, para el cristiano, es seguimiento desde el encuentro con Jesús. ¿Dónde podemos encontrar a Jesús? En el evangelio de san Lucas hay dos narraciones que nos explican los lugares en los que de una manera más genuina podemos encontrarnos con el Señor de la misericordia y la ternura. La parábola de hoy nos indica que nos encontramos con Jesús cada vez que nos acercamos al dolor de los hermanos; la narración de los discípulos de Emaus nos descubre la presencia del Señor cuando celebramos la Eucaristía.

Desde el encuentro con Jesús es desde donde puede brotar una sincera actitud de misericordia hacia el necesitado. Jesús se ha portado como prójimo con todos y cada uno de los hombres “practicando la misericordia”, pues como leemos en los Hechos de los Apóstoles “pasó haciendo el bien” (10,38). La misericordia es entregar algo de uno mismo, entregarse a la pobreza del hermano para que crezca en humanidad, no sólo para remediarle una necesidad puntual. La misericordia pasa siempre por el esfuerzo de arrancar algo de mí que sirva para el crecimiento del otro.

Siguiendo el desarrollo de la parábola el sacerdote y el levita, que iban a servir al templo, “pasan de largo” amparados en el cumplimiento de la ley. Para ellos la ley estaba antes que la persona. No así para Jesús quien afirma, taxativamente, que “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Al samaritano, en cambio, se le “se le conmovieron las entrañas” y movido a compasión rompe las barreras que se habían levantado entre judíos y samaritanos. Barreras que discriminan a los hombres. Ni la raza, ni la religión, ni la cultura o posición social puedan justificar el pasar de largo. Superando esas dificultades, el samaritano “se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos” no entregando cosas maravillosas y extraordinarias. Le ayuda, simplemente, con aquellas cosas de las que dispone. Lo primero con su propia persona “se acerca a su lado” y le dedica su tiempo. Luego le aplica una medicina sencilla, un remedio casero, lo que tenía, “aceite y vino”. Le acomoda en su propia cabalgadura. El herido primero y no le importa tener que seguir a pie. No le deja desprotegido acomodándolo en la posada y corriendo con los gastos. Da lo que tiene desde la misericordia porque “se le conmovieron las entrañas”. Desde dentro nace una fuerza que le lleva a actuar con compasión y entrega. En el samaritano lo más importante es la misericordia que siente por aquel hombre apaleado y por eso se entrega sin importarle nada ni nadie.

El Evangelio no se lee sólo para conocer a Jesús, se estudia para seguir a Cristo mejor en la práctica de la vida cotidiana. El Evangelio no son datos biográficos, sino vivencia de la misericordia.

Son muchos los malheridos y maltratados tirados al borde de nuestro camino. Están esperando una mano que les alivie su desgracia. Si queremos alcanzar la “vida eterna”, si queremos vivir, en verdad, la vida nueva que nace del bautismo, el camino está claro en el evangelio. Que resuene en el corazón las palabras de Jesús: “Anda, haz tú lo mismo”.