Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, Ciclo B.
Juan 3, 14-21: “El que realiza la verdad se acerca a la luz”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

“¡Viva! Bendito el que viene en nombre del Señor”

Este es el grito de aclamación entusiasta de aquella multitud que acoge a Jesús cuando se acerca a Jerusalén para celebrar la Pascua. Le aclaman como bendito enviado de Dios. Es un grito de triunfo y de esperanza de los que ansiaban un libertador que los sacara de su situación triste y desesperada. En la narración de Mateo, recogiendo lo anunciado por el profeta Zacarías, se describe a este salvador como “rey que llega, humilde, montado en un asno” (Mt 21,5).

Unido a este grito de aclamación jubilosa, subrayado con el agitar de los ramos, la narración de la Pasión, lectura evangélica de este Domingo, muestra el camino que recorre este Rey libertador para realizar su misión.

Viene a liberar no desde el mando y el poder. Sus armas son el servicio, la verdad, la acogida a todos, la entrega, en una palabra, el amor. Armas que chocan frontalmente con el afán de dominio, la mentira, el engaño, el clasismo y la explotación, más poderosas, en principio, y que son capaces de quitar del medio al que estorba, aunque sea al que “es el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6), para conseguir sus fines de imposición y explotación.

Jesús entra en Jerusalén siguiendo su trayectoria de salvación desde la entrega y el amor sin miedo a los que no le entiende porque les estorba, y desenmascara sus argucias para sojuzgar y avasallar. Ninguna fuerza le desvía de su misión. Sabe que la fecundidad del grano de trigo es fruto de que muera al caer en la tierra (cfr. Jn 12,24). El mismo se sembró en la tierra de nuestra humanidad. Afirma, también, desde el convencimiento, que “no hay mayor prueba de amor que dar la vida por el amado” (Jn 15,13). Por eso soportará no sólo los dolores físicos y tormentos de la pasión, sino que, más dolorosos aún, fuerón la traición de uno de los suyos, la negación del que le había confesado como Hijo de Dios (cfr. Mt 16, 16), el abandono de sus discípulos, y la burla y desprecio de los que habían experimentado tantas veces su amor y consuelo.

El triunfo, la salvación, no es fruto del poder. Es la fruta madura de quien se entrega con generosidad y sin límites a su misión desde el olvido de sí mismo en bien de los demás. La cruz es considerada, no pocas veces, como una negociación entre Jesús y el Padre para logar la salvación de la humanidad. Había que reparar el honor ofendido de Dios que exigía un precio infinito, la destrucción de su Hijo, condición previa indispensable, para salvar a los hombres. ¿Cómo se puede compaginar esta manera de pensar con la afirmación clara y rotunda de san Pablo de que Dios nos ama aún siendo pecadores (cfr. Rom 5,8)? La cruz no es obra de Dios sino de los hombres.

Dios no es un dios sádico que sólo parece aplacarse con la sangre y la destrucción. Dios es Padre amoroso que ama incondicionalmente al hombre no porque sea bueno, sino porque El es bueno. Esta muestra de amor y empeño de salvación no ha de quedar como valiosa pieza de museo para contemplarla y guardarla. Es todo un reto para el que sigue a Jesús que ha de comprometerse en la erradicación de tanto dolor y sufrimiento como hay en nuestra sociedad, muchas veces fruto de injusticias inconfesables, sabiendo que no es la fuerza ni el poder, sino la entrega, el servicio y el amor, el verdadero camino del éxito, aunque, como consecuencia, la incomprensión, la insidia y hasta la persecución y eliminación intenten acallar esa voz que clama ante el dolor humano, y cortar esa mano, abierta y tendida, que se ofrece al que sufre para sacarlo de su inhumana situación

¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¿Podrán decir, los que sufren, eso mismo de los seguidores de Jesús?