VI Domingo de Pascua, Ciclo B
San Juan 15, 9- 17: “Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros”Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal
“Os he dicho esto para que mi alegría esté en
vosotros”
En la tarde del primer día de la semana, Jesús resucitado se aparece a sus
discípulos, llenos de miedo, y “se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn 20,
21). El miedo los atenazaba, y pronto se cambió en alegría desbordante. Lo mismo
pasó a los pastores en la noche de Belén. Se asustaron mucho, desapareciendo el
temor porque el mensaje del ángel era luz y gozo: “Tranquilizaos, mira que os
traigo una buena noticia, una gran alegría” (Lc 2, 10). Por su parte san Pablo
insiste: “como cristianos, estad siempre alegres” (Fil 4,4). Jesús quiere que la
alegría sea una clara realidad en la vida del hombre.
Desde el principio el cristianismo se presentó como la proclamación de una gran
alegría anunciando a las gentes el amor increíble de Dios que apuesta por la
felicidad del ser humano. Sin alegría el cristianismo resulta incomprensible. La
fe cristiana se extendió por el mundo como una explosión de alegría, como Buena
Noticia, como salvación. Si hoy parece que hay cierta recesión, ¿no será porque
ya no presentamos el cristianismo como Buena Noticia?
La alegría que aporta el cristianismo no es fruto de un bienestar material, ni
de un momento de euforia y placer. Es consecuencia de una fe viva en el Dios que
nos ama: “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3,15); que nos
salva: “El quiere que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad”
(1 Tim 2,4); que está siempre cerca de nosotros: “y la Palabra se hizo carne y
acampó entre nosotros” (Jn 1, 14). No es, por tanto, solo un sentimiento, sino
una manera de estar en la vida, incluso en los momentos difíciles experimentando
la verdad de las palabras de Jesús: “Permaneced en mi amor… Os he dicho esto
para que ni alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa” (Jn 15,
9.11).
La alegría es la satisfacción en la posesión de un bien conocido, amado,
alcanzando la armonía con la naturaleza, y experimentando, en el encuentro, la
comunión con los demás, logrando un nivel mayor cuando el hombre vive a Dios
como bien supremo conocido y amado.
Fácilmente confundimos la alegría con el disfrute placentero tras el que se va
de manera incontrolada, lo que no proporciona una alegría sana y gratificante.
Jesús resucitado insiste en comunicarnos su propia alegría capaz de marcar
nuestra existencia en su misma raíz.
Para el creyente el secreto de la alegría verdadera está en esta afirmación de
Jesús: “Como el Padre me ha amado, así os he amado Yo: permaneced en mi amor”
Solamente así podemos caminar en la verdadera dirección puesto que la fe
cristiana solo puede ser vivida como experiencia positiva, confiada y gozosa de
Dios en el amor. Si pensamos en un Dios imponiéndonos normas y mandamientos, o
como vigilante implacable, haremos cualquier cosa por rehuirlo, lo que tiene
fácil explicación. Si lo experimentamos como Padre, lo buscaremos con gozo y lo
viviremos en una relación de confianza y amor. Hemos de pasar del miedo a Dios
que nos angustia a una confianza filial en El, que hace brotar en nosotros la
alegría prometida por Jesús; “Os he dicho esto para que mi alegría esté en
vosotros y vuestra alegría sea completa”.
Los cristianos no damos mucha importancia a la alegría que bota de una fe
sincera. Nos parece algo secundario y superfluo. Estamos más pendientes de un
cumplimiento y de unos ritos. Pero sin alegría es difícil amar, trabajar, crear,
vivir algo grande y mantener una viva adhesión a Cristo, que es siempre fuente
de alegría y paz interior. Hagamos nuestra la súplica de la Iglesia en este
tiempo de Pascua: “te pedimos, Señor, que la celebración de las fiestas de
Cristo resucitado aumente en nosotros la alegría de sabernos salvado”.