XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 6,1-6:
“Se extrañó de su falta de fe”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

“Se extrañó de su falta de fe”

Jesús mismo reconoce que nadie es profeta en su tierra. Sus paisanos se extrañan de lo que enseña, y se preguntan asombrados: “¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado?” Todos le conocen como “el carpintero, ¿de dónde saca todo eso?”

Sin duda que los vecinos de Nazaret tendrían noticias de la fama que iba adquiriendo Jesús esperando sacar buen partido de esa notoriedad. Jesús les desenmascara: “Supongo que me diréis lo del proverbio aquel: cúrate tú; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún” (Lc 4, 23). Es la actitud utilitarista ante Dios, intentando manejarlo en provecho propio, con un enfoque equivocado de la fe.

Esto no fue sólo en tiempo de Jesús. Hoy también se da. Es fácil observar que la fe de muchos cristianos no se desarrolla, no crece a lo largo de la vida, ni tiene mucha incidencia en el quehacer diario. Está como estancada y con poca fuerza para renovar el corazón del hombre.

Las enseñanzas de Jesús abrían horizontes nuevos, marcaban unas líneas de actuación para hacer posible un cambio en la sociedad para una convivencia humana más justa y solidaria. Cambio, también, en la manera de concebir la religión, en la idea que se tiene de Dios y en la apreciación y respeto a los demás. Es más cómodo anclarse en ese Dios que intentamos manipular según nuestras necesidades, desoyendo la llamada de un Dios que no viene a solucionarnos los problemas, sino a provocar una seria actitud que ayude a superar y vencer nuestros egoísmos. La queja de Jesús; “se extrañó de su falta de fe”, es una seria llamada a revisar nuestra fe.

¿Cómo podremos crecer en la fe? Con frecuencia la respuesta a esta pregunta se piensa que está en una clave doctrinal, acrecentando los conocimientos sobre Dios. No es el único camino. Lo hay más cercano y asequible. Dios se manifiesta en lo sencillo, en lo cotidiano. La encarnación de Dios en un carpintero de Nazaret nos descubre a un Dios cercano y sencillo. Un Dios movido sólo por el amor, volcado sobre el ser humano, y que desde el misterio mismo de la vida nos invita al diálogo, a la contemplación y a la oración.

En el sufrimiento y el dolor, El se hace presente, no porque esté en el dolor, sino porque está cerca del que sufre. Que bien lo entendió el salmista que, desde el abismo de su abatimiento, se abre a Dios con toda confianza: “Desde lo hondo a ti grito, Señor: Señor, escucha mi voz” (Sal 130, 1-2). En la alegría de vivir, en el gozo y la felicidad serena, fácilmente brota un sentimiento de gratitud dirigiendo nuestra acción de gracias a Dios fuente y origen de todo bien. Todos sentimos nuestros fallos, nuestras equivocaciones, e incluso nuestro pecado. Sabemos cómo estropeamos la vida con nuestra mediocridad, egoísmos y cobardías. La culpabilidad no podemos ignorarla. Desde ahí acoger el perdón y la ternura de Dios “que no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva” (Ez 18, 23). Tal vez no hay gracia mayor que la de creer cada vez más en el perdón infinito de Dios. Estos son caminos que nos pueden acercar a Dios y potenciar nuestra fe, no la súplica interesada y la búsqueda de un Dios “aspirina”.

Necesitamos un corazón más limpio y sencillo y menos preocupado por tener y acaparar. Una atención más despierta a la realidad de la vida para acoger con simpatía todos los mensajes que nos llegan de la misma vida. Liberarnos de las muchas distracciones que nos dispersan y nos impiden y nos cierran el camino hacia Dios. Solo así nuestra fe irá creciendo, marcará nuevos rumbos en nuestra existencia para ser luz y sal en nuestro mundo.