XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 10, 2-16:
“Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

“Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”

El problema de los conflictos matrimoniales y las rupturas no es de hoy, sino de siempre. Siendo una de las aspiraciones más profundas del ser humano el amor es, sin embargo, una realidad frágil que hay que saber cuidar.

Lo del Génesis: “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada” (Gen 2, 18), pone de manifiesto que el amor es un constitutivo esencial en el ser humano para su realización y su felicidad. Así queda plasmado en la explosión de gozo de Adán al ver ante sí a la primera mujer: “Esto si que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gen 2, 23). Y el autor de esta narración concluye: “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gen 2, 24). Toda esta grandeza lo llevamos, en frase de san Pablo, en “vasijas de barro” (2 Cor 4,7).

A Jesús, no con buena intención, le plantean el problema del divorcio. Responde desde la realidad, pero poniendo las cosas en su sitio porque al principio no era así destacando la intención primera de Dios respecto de los sexos, del matrimonio y de la familia. Proyecto divino que no se aviene con la ruptura del vínculo matrimonial como claramente explica el Señor a sus discípulos.

La indisolubilidad del matrimonio, según Jesús, no surge de una ley exterior al mismo, sino de su misma naturaleza. Hombre y mujer están hechos el uno para el otro en absoluta igualdad, y al unirse en matrimonio constituyen “una sola carne”.

La situación en nuestro entorno es la que ha sido siempre. La mayoría de los matrimonios se mantienen en la estabilidad con que soñaron desde el primer día. Pero hay muchos casos en que esa estabilidad no se sostiene, habiendo toda una legislación que regula esas situaciones de ruptura.

Sin condenar ni excluir a los que viven la triste realidad de una ruptura matrimonial, hay que entender con claridad y serenidad la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio y su posición ante el divorcio, y que la defensa de esta doctrina no ha de impedir nunca una postura de comprensión, acogida y ayuda para los que viven situaciones conflictivas en su matrimonio.

La palabra de Jesús: “lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”, nos invitan a defender, sin ambigüedad, la exigencia de fidelidad que se encierra en el matrimonio. Pero esas mismas palabras están exigiendo ayudas para mantener y acrecentar el amor matrimonial. El respeto, la escucha discreta y el aliento para superar las dificultades de la convivencia; orientar hacia el diálogo que esclarezca la relación mutua, desvelar con sinceridad lo que siente y vive cada uno descubriendo lo que no funciona, dándose cuenta de que las situaciones conflictivas no se resuelven sin generosidad y nobleza, abriéndose con sencillez al otro sabiendo aceptarlo como es. El amor hay que vivirlo en lo cotidiano, compartiendo cada alegría, cada sufrimiento, cada problema vivido en pareja. Esto es lo que da consistencia al amor.

El fracaso matrimonial no es solamente un problema jurídico que se puede resolver con leyes. Es un problema personal, emocional de raíces y consecuencias muy hondas. No basta con defender la indisolubilidad del matrimonio, hay que vivir la dura realidad de la pareja rota, no para recordarle un precepto, sino para vivir su situación con respeto y comprensión ayudando a buscar soluciones. Desde la Comunidad Cristiana hay que ofrecer medios para caminar siempre desde el amor.