Solemnidad: Todos los Santos
San Mateo 5, 1-12ª:
“¡Dichosos, Dichosos, Dichosos….!”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

San Pablo, en la primera carta a los Tesalonicenses afirma: “Dios no nos llamó a la inmoralidad, sino a la santidad” (1Tes 4,7). El Concilio Vaticano II nos dice, repetidas veces, que todos los fieles son llamados a la santidad (LG 11. 31. 42). Es el mismo san Pablo el que en la mayoría de sus cartas, el saludo lo dirige a “los santos que están en Acaya, en Colosas…”

Ciertamente estas afirmaciones no se están refiriendo a los que nosotros tenemos por santos: hombres y mujeres que han subido a los altares porque en sus vidas practicaron las virtudes cristianas en un grado heroico. Pensando así, no es extraño que consideremos la santidad como un gran privilegio para personas extraordinarias, casi de otra galaxia, mitificándolos con leyendas piadosas y deslumbrantes, con poderes milagreros privándolos de su condición y valores humanos. Las imágenes de los santos seguirán haciéndose de madera, escayola o piedra. Pero los santos eran y son de carne y hueso como nosotros. El santo no nace santo, se hace santo.

La santidad no es una cualidad que se debe al esfuerzo humano. Es, principalmente, una acción de Dios, acción que llega a todos. San Juan, en su primera carta, nos lo aclara: “Quien ha nacido de Dios y lo vive no comete pecado, porque lleva dentro la semilla de Dios” (1 Jn 3,9). Si la iniciativa es de Dios, a nosotros nos corresponde responder con sencillez, generosidad y constancia, siguiendo el camino trazado por Jesús: las Bienaventuranzas.

La fiesta de Todos los Santos, que desde mediados del siglo IX, en tiempos del papa Gregorio IV se celebra el 1 de Noviembre, no es para honrar a los santos que no tienen una fecha propia durante el año, sino para recordar esa llamada universal a la santidad porque todos tenemos una realidad ontológica, semilla de buen corazón y bien hacer en la vida, semilla que tiene que dar su fruto. Es una llamada a dejar a un lado el cristianismo folclórico y sentimental, más atento a las celebraciones de bodas, bautizos y comuniones, al rito espectacular de la Semana Santa y a la devoción local a las vírgenes de cada pueblo que aceptar la influencia del Evangelio en la vida personal de cada día.

Las exigencias de la Bienaventuranzas pueden parecer excesivas conociendo nuestra debilidad y pecado. Los santos que están en los altares adornados de virtudes heroicas, tenían muy presente su condición de pecadores. Pero sabían muy bien que el perdón de Dios es decir ante un mal que tiene algo de inexcusable: “Creo que tú vales más que el mal que has hecho. Por eso sigo confiando en ti para un porvenir nuevo”. Vivir esto es fuerza para levantarse y seguir con ilusión el camino de un buen corazón.

Hay que elegir entre tratar de asegurar nuestra pequeña felicidad y pasarlo lo mejor posible sin amor, sin tener piedad de nadie, sin autenticidad y honradez, sin compartir… O amar, buscar la justicia, ser sembradores de paz, estar cerca del que sufre, tener un corazón limpio creyendo en una felicidad más profunda porque se contribuye a la felicidad de los demás.

Ser cristiano no es vivir fastidiándose más que los demás, sino buscar la verdadera felicidad por el camino señalado por Jesús, camino en el que nos pusieron al nacer de nuevo en el Bautismo, y que hemos de seguir, contando con nuestras limitaciones, guiados y fortalecidos por el Espíritu que es fuente de santidad.