Fiesta: Sagrada Familia de Jesús, María y José
San Lucas 2, 41-52:
“El bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

La fiesta de la Sagrada Familia está enmarcada dentro del ambiente de Navidad, lleno de la sencillez y grandeza de la Palabra de Dios hecha carne que “acampa entre nosotros” (Jn 1, 14).

La encarnación quiere decir que Jesús, nacido de María desposada con José, adoptó el proceso normal de cualquier criatura humana. Nace y crece en el seno de una familia: “iba creciendo en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres”. (Lc 2, 52). Son muchos los años que Jesús pasa en Nazaret, y no son años inútiles ni perdidos. Allí se va gestando y madurando lo que anunciará en los breves años de su vida pública.

La familia es la realidad más importante y más influyente de la humanidad. No hay ningún grupo ni ámbito social mejor dotado para ofrecer al ser humano una experiencia positiva en la que arraiguen los valores humanos y también la vivencia religiosa en un clima de afecto y confianza. En el hogar, el niño puede captar valores y experiencias tanto humanas como religiosas, pero no de cualquier manera, sino con afecto, sencillez y constancia. Si falta esta experiencia en el hogar, será difícil despertarla más adelante en otros ámbitos distintos de la familia.

En la familia es donde se experimenta el valor de la persona, de cada persona, teniendo en cuenta la peculiaridad de cada una, puesto que es donde experimentamos que somos amados incondicionalmente, y no por nuestra belleza, inteligencia, bondad, valía o simpatía. Aprendemos a vivir en relación gratificante con otros viviendo el amor de padres y hermanos, compartiendo la misma casa, una misma mesa familiar y los acontecimientos de la vida, así como las cosas indispensables del hogar, asimilando el valor de la solidaridad al formar parte de un mismo núcleo familiar.

Todo esto es consecuencia de un amor que identifica a la persona. Uno no sabe quien es hasta que no se siente amado y capacitado para amar. Un amor gratificante porque no son las cosas, sino las personas las que nos hacen felices. Amor que purifica porque va quemando la paja de nuestros egoísmos al sentirnos amados por lo que somos, y no por lo que tenemos y hacemos. Amor que une en una gozosa comunicación y comunión, vaciándonos de nosotros mismos, dejando en el corazón un lugar para el otro y para Dios.

San Pablo nos recuerda el secreto del amor en la relación humana: “Sea vuestro uniforme: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos” (Col 3, 12-13). El amor verdadero es el único vínculo que mantiene unida a la familia por encima de todas las diferencias y tensiones.

Jesús, Dios encarnado, quiso compartir la vida de un hogar humano, demostrando que las tareas más extraordinarias en el mundo, como es honrar a Dios, liberar a los oprimidos, revelar el amor incondicional, se llevan a cabo desde la experiencia vivida en la más normal vida de familia.

La familia pasa hoy por momentos difíciles de cambios que generan cierta crisis. Sin perder de vista los valores fundamentales de la familia habrá que buscar nuevas pautas de comportamientos para responder a los nuevos retos. Pero el amor, en su verdadero sentido y valor, siempre será lo mismo. Amar no es poseer al otro, no es utilizar al otro, no es servirse del otro. Es darse, entregarse, autodonación de la propia vida. Es valorar en el otro todo lo bueno que tiene y disculpar sus defectos. La familia es la gran escuela del amor. El hecho de que Dios haya decidido hacerse hombre, nacer y crecer en el seno de una sencilla familia, debe ser un motivo de esperanza para encontrar lo que hoy necesita la familia.