Solemnidad. Epifanía del Señor
San Mateo 2, 1-12:
“Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

Lo que en el ambiente más destaca en este día de los Reyes Magos es la ilusión y sorpresa ante los regalos que se reciben, cargados, ciertamente, de afecto y cariño entrañables. Fácilmente desvían la atención de lo que, de verdad, hoy celebramos.

El mensaje central del relato evangélico es claro: el Niño nacido en Belén es el salvador para todos los hombres y mujeres de la tierra. Afirmación fácil de formular, pero no tanto de asimilar.

Vivimos en un mundo globalizado. Se habla ya de una “aldea universal”. Pero seguimos divididos en bloques, enfrentados en razas, pueblos y naciones. Se quieren quitar fronteras, pero se levantan barreras porque cada uno mira a lo suyo, tiene delante sus intereses, haciendo oídos sordos a los de los demás.

El amor universal que trae el Niño de Belén es para unir divisiones, salvar distancias, curar rupturas. La visión luminosa del profeta Isaías, en la primera lectura, es esperanza de eliminar fronteras: “Levántate, brilla Jerusalén, que llega tu luz… Caminarán los pueblos a tu luz… Todos esos se han reunido, vienen a ti” (Is 60, 1.3.4). Así se realiza el proyecto de Dios para todos los pueblos, del que nos habla san Pablo en la segunda lectura: “Que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo” (Efs 3,6). El Niño de Belén nos invita a ensanchar nuestros horizontes, vivir con amplitud universal y colaborar en la creación de una solidaridad real y efectiva. Es la dimensión misionera del cristiano.

El relato de san Mateo habla de unos magos de Oriente que llegan a Jerusalén preguntando: “¿Dónde está ese rey de los judíos que ha nacido?”. Más tarde la tradición empezó a hablar de tres magos por aquello de los regalos que ofrecen al Niño: oro, incienso y mirra. A parir del siglo octavo, se mencionan incluso sus nombres: Melchor, Gaspar y Baltasar, considerándolos, posteriormente, como representantes de las tres razas entonces conocidas: blanca, amarilla y negra. La tradición, de manera ingenua, pero inteligible, entiende que el mensaje de Jesús, su acción salvadora, está orientada a unir a todos los pueblos de la tierra.

Desde el acontecimiento de Belén nuestro amor tiene que ser universal, sin fronteras, capaz de abrirse a todos los hombres y mujeres, buscando la justicia y el bien para todos los pueblos.

¿Cómo caminar hacia esa fraternidad amplia y universal? Los magos ven la estrella y se ponen en camino: “hemos visto salir su estrella y venimos a rendirle homenaje”. El aceptar a Jesús es la fuerza que vence nuestro egoísmo, comprometiendo a trabajar por la solidaridad. La fe cristiana nos hace, de verdad, universales.

El camino nos es fácil. Tampoco lo fue para los magos. La estrella no siempre la vemos brillar. Ellos preguntan, buscan ayuda y siguen. Hay que reemprender el camino atraídos por la luz de la cercanía de Dios, que ya ha hecho su itinerario: “se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1,14). La estrella volverá a brillar una y otra vez para pararse “encima de donde estaba el Niño”, llegando así a la meta que transforma.

El final será como el de los Magos: “encontraron al Niño con María su madre”. Tras el encuentro “se marcharon a su tierra por otro camino”. Encontrarse con Jesús cambia nuestros intereses y nuestro comportamiento, dejando el camino del individualismo, para caminar hacia la universalidad, solidaridad y fraternidad.