Fiesta. Bautismo del Señor, Ciclo C
San Lucas 3, 15-16.21-22.
“Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

Terminamos en esta fiesta del Bautismo de Jesús los días de Navidad. Días con cierto encanto infantil por aquello del portal de Belén y la ilusión de los Reyes Magos. La Navidad no es “cosa de niños”, sino una tarea plenamente adulta, consciente y responsable.

En esta fiesta celebramos la manifestación de Cristo en edad adulta, para compensar la presentación predominantemente centrada en la infancia. Navidad y Epifanía hablan de la infancia de Jesús.

La primera Comunidad Cristiana daba al Bautismo de Jesús una gran importancia destacando el inicio de la realización eficaz de su misión. Aquel Niño es un hombre que viene a revelar y realizar la voluntad de Dios que nos ama. El Salvador que nació en Belén, al colocarse en la fila de los pecadores para ser bautizado por Juan, quiere ser considerado como uno más, puesto que asume plenamente nuestra humana condición, aunque en Él nunca hubo pecado (cfr. Hbr. 4,16). Esta actitud solidaria se ve correspondida con una manifestación trinitaria: desciende sobre Jesús el Espíritu de Dios, y la voz del Padre proclama: “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto”

Los evangelistas centran su atención no tanto en el rito purificador del agua, cuanto en la acción del Espíritu Santo y en la voz del Padre. Quieren dejar bien claro, desde el comienzo, que Jesús es el hombre lleno del Espíritu de Dios que hace invocar a Dios como Padre y le urge al servicio de todos los hombres, especialmente a los más necesitados, los pecadores, los marginados.

Los primeros creyentes entendieron la vida cristiana como un dejarse llenar e impulsar por el Espíritu Santo que da vida, acogiendo con sencillez la presencia creadora de Dios en nosotros, dejándose purificar y modelar por el Espíritu que animó toda la actuación de Jesús, viviendo desde la experiencia de un amor que nos envuelve y nos hace invocar a Dios como Padre, y acercarnos a los otros como hermanos manifestado en frutos de “amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, sencillez, dominio de si” (Gal 5, 22).

El bautismo de Juan, que recibió Jesús, era un bautismo de conversión. En cambio el bautismo cristiano, nuestro bautismo, es un sacramento que nos hace hijos de Dios por la fuerza del Espíritu, incorporándonos a Cristo y haciéndonos miembros vivos de la Iglesia. Por el agua y el Espíritu nacemos a una vida nueva (cfr. Jn 3,5).

El bautismo es un don, no una carga. De ese don y de ese amor, debe nacer en nosotros una respuesta agradecida de la misma tonalidad que la de Jesús: amor a Dios y a los hermanos en la Iglesia, a la que somos incorporados. Nuestro compromiso personal es vivir como seguidores de Cristo, hombres movidos por el Espíritu, dando sentido y valor a la vida cotidiana, sin descuidar ningún campo: familia, trabajo, descanso, dificultades, convivencia social.

Cada vez va a ser más inviable vivir la fe como una herencia o una costumbre social. Es necesario que cada uno haga su propia experiencia de Dios descubriendo la realidad surgida en el bautismo: La nueva vida que nos hace hijos de Dios y hermanos entre nosotros. La experiencia que vive Jesús, al ser bautizado en el Jordán, es modelo de toda experiencia cristiana de Dios: “Tú eres mi Hijo amado”. También tiene que resonar en nuestro corazón la voz del Padre, experiencia personal de sentirse hijo amado de Dios.