V Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
San Lucas 5, 1-11:
“Apártate de mi, Señor, que soy un pecador”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

Muchas son las veces que nos encontramos con relatos evangélicos muy conocidos. Hoy es una de esas ocasiones con la pesca milagrosa. Hay el peligro de una repetición más o menos monótona que nos impide captar el mensaje que encierra para el momento actual. La actitud de Pedro es aleccionadora por su espontaneidad, sencillez y por la verdad que encierra.

El hombre de hoy no admite fácilmente ser juzgado culpable. Con frecuencia se oye decir: Yo no tengo pecado, no tengo de qué acusarme. Así el sacramento de la Reconciliación es poco frecuentado. Nadie quiere oír hablar de su propia culpa o pecado. Es más fácil echar la culpa al otro, y no nos hacemos responsables del egoísmo, la mentira, la injusticia o la violencia que invade nuestras relaciones sociales. Vemos al mal no tanto en nosotros, sino en las estructuras socio-económicas en muchos aspectos objetivamente injustas.

Contrasta esta actitud con la reacción de Pedro ante Jesús: “Apártate de mi, Señor, que soy un pecador”. Pedro, como siempre, tan espontáneo y tan sincero. No le importa reconocerse ante Jesús pecador.

La culpa no es algo “inventado” por la religión, sino una experiencia universal que vive toda persona humana: nos sentimos llamados a hacer el bien pero, una y otra vez, hacemos al mal. Tenemos el testimonio de san Pablo: “Lo que realizo, no lo entiendo, pues lo que yo quiero, eso no lo ejercito y, en cambio, lo que detesto eso lo hago… Entonces ya no soy yo el que realiza eso, es el pecado que anida en mi” (Rom 7, 15-17). Basta con que tengamos unos momentos de paz y tranquilidad, y la voz de la conciencia nos descubrirá la bondad o malicia de nuestros actos.

El problema está no tanto en la experiencia de culpa, como en el modo de afrontarla. Hay quien piensa que si Dios no existiera, desaparecería totalmente el sentimiento de culpa, pues no habría mandamientos, pudiendo hacer lo que cada uno quisiera. Otros viven angustiados y paralizados por un sentimiento infantil y obsesivo de culpa, viendo el mal por todas partes. Una manera madura y sana de vivir la culpa, es aceptando, con sinceridad y objetividad, la responsabilidad de los actos descentrados, lamentando el daño que se haya podido causar, el desequilibrio que tales actos suponen en su vida, y, de cara a Dios, dándose cuenta de que su proceder no es lo más ajustado a lo que Dios quiere para sus hijos. Vivir así la experiencia de culpa expresa madurez en la persona y una verdadera dimensión como creyente.

Desde la fe sabemos que reconocer, con sinceridad, nuestro pecado ante Dios no es destruirnos, sino renacer como hombres nuevos. Cuando nos sabemos perdonados por la misericordia de Dios, no quedamos anulados, sino que se nos hace crecer. La respuesta de Jesús a Pedro, que se reconoce pecador, no fue un reproche y menos un castigo, sino comprensión, acogida y confianza: “No temas: Desde ahora, serás pescador de hombres”.

Muchos piensan que el pecado es un mal que se le hace a Dios, que impone unos mandamientos porque le conviene a El. Santo Tomás de Aquino decía: “Dios es ofendido por nosotros sólo porque obramos contra nuestro propio bien”. El único interés de Dios es evitar el mal del hombre. Sus mandamientos son como señales de tráfico en el camino de la vida que nos avisan del peligro que puede arruinar nuestra existencia. En Dios, que no hay nada de egoísmo y resentimiento, sólo cabe ofrecimiento de perdón y de ayuda para ser más humanos. Somos nosotros los que nos juzgamos y castigamos rechazando su amor, siempre ofrecido, aunque seamos pecadores.