III Domingo de Cuaresma, Ciclo C.
San Lucas 13, 1-9:
“Señor, déjala todavía este año”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

Era normal, en tiempo de Jesús, unir estrechamente el pecado con el castigo de Dios, materializado en una desgracia física. La muerte de los galileos cuando ofrecían sacrificios, y los que murieron aplastado por la torre de Siloé, lo entendieron como castigo por sus pecados. Jesús pone las cosas en su sitio. La desgracia no es un castigo de Dios. No es vengativo, ni “se complace en la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez 33, 11). Jesús lo afirma: todos somos pecadores y necesitamos de conversión. No miremos para otro lado.

Unida a este aclaración, viene a continuación la parábola de la higuera que no da fruto, llamada apremiante a vivir con gratitud y responsabilidad este “tiempo de gracia, día de salvación” (2 Cor 6,2) que es la Cuaresma. Una y otra vez Dios nos exhorta “a no echar en saco roto la gracia” (2 Cor 6,1), porque es “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (Sal 102, 8). La paciencia de Dios es proverbial, como su amor.

La conversión es respuesta al amor y a la paciencia de Dios como invitación a liberarnos de tantas esclavitudes que nos impiden realizarnos como personas y como creyentes. Convertirse es desinstalarse cambiando de manera de pensar; asimilar los criterios de Jesús, su estilo de vida, orientando el corazón a la pobreza y al desprendimiento, al perdón y a la fraternidad, a la paz y a la concordia, a la limpieza de corazón y la misericordia, al amor, a la alegría, a la generosidad, al aguante y a la esperanza.

No es fácil cambiar el corazón. Estamos muy a gusto instalados en nuestros criterios y en nuestro cristianismo de cumplimiento. Es la hojarasca de una higuera frondosa, de buena apariencia, pero sin fruto apetecible y generoso. De un corazón convertido a los valores del Reino de Dios se cosecharán frutos de vida nueva más beneficiosa y más comprometida con el bien de la sociedad. El hombre bueno es el que tiene un buen corazón. Una sociedad más justa y más humana no es fruto de unas leyes y un orden más vigilado, sino de unos ciudadanos de limpio y noble corazón. La conversión mira tanto al interior de la persona, como al compromiso de realizar una convivencia que, de verdad, ayude al reconocimiento de la dignidad de la persona y a su realización como tal sea de la condición que sea. No miremos sólo a tranquilizar la conciencia, tengamos en cuenta que también nos compete hacer un mundo mejor.

La conversión es un proceso continuo, no es un dato instantáneo, puntual de una vez por toda, sino que constituye un crecimiento ininterrumpido en el ser cristiano hasta la medida del discípulo perfecto de Jesús. Ir tras este ideal es convertirse con todo el ser al Reino de Dios. Siguiendo la parábola de la higuera estéril, supone cavar, abonar y cuidar con esmero para que de buen fruto. Si no hemos conseguido dar fruto, ahora se nos da una nueva oportunidad. La paciencia de Dios está de nuestra parte. No conviene abusar de esa paciencia, no tanto porque Dios se canse, sino porque nos acostumbremos a oír la llamada a la conversión llegando a endurecer el corazón como le pasó al pueblo de Israel y que nos recuerda el salmo 94.

El sacramento de la reconciliación encarna y celebra la verdadera conversión. Sacramento del perdón, de la acogida paternal, del rehacernos como hijos, porque, de verdad volvemos desde nuestra vida rota, movidos por la esperanza, a la casa paterna, a la comunidad de hermanos, porque el Padre que es bueno y los hermanos nos esperan. Este es el sentido de la alegría que hay cuando un pecador se convierte.