VI Domingo de Pascua, Ciclo C.
San Juan 14, 23-29: “Vendremos a él y haremos morada en él”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

La Cuaresma la iniciamos con el rito de la imposición de la ceniza que nos recuerda nuestra debilidad y lo negativo que hay en nuestra vida, invitándonos a la conversión. El tiempo pascual lo inauguramos renovando el Bautismo en la Vigilia Pascual, actualizando el que, en las aguas bautismales, nacimos a una vida nueva incorporándonos a Cristo y a la Iglesia.

El tiempo pascual nos centra en la realidad del ser cristiano, para la realización del hombre nuevo, “porque antes, sí erais tinieblas, pero ahora, como cristianos, sois luz” (Efs 5,8). Esta realidad de ser cristiano tenemos que vivirla en un tiempo y en una sociedad concreta, porque somos parte integrantes de un mundo complejo que influye poderosamente en nuestra manera de ser, actuar y vivir.

El cambio cultural, la tecnología, el hedonismo, el consumismo, la movilidad, el pluralismo nos envuelven y nos marcan. Ciertamente el ambiente no es muy propicio para vivir, de verdad, los valores del evangelio, y corremos el peligro de quedarnos en un cristianismo superficial centrado en unos ritos y practicas piadosas, lejos de que seamos “sal de la tierra y luz del mundo” (Mt 5, 13-14).

La fe en el Señor Resucitado es la gran fuerza interior que ayuda a liberarnos de la alienación, la superficialidad, el consumismo y el vacío interior. Para vivir de una manera más humana y más gratificante necesitamos una fuerza interior que nos cambie y dinamice toda nuestra existencia. Jesús nos dice: “el que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

Ya no es una fuerza exterior que pueda orientarnos. Es algo interior que se hace vida en nosotros en una intimidad desbordante y fecunda. Junto a esa comunión vital, el Padre nos da el Espíritu Santo que hará presente el camino trazado por Jesús, su manera de ser y de actuar, recordando la verdad que conforta y orienta, en contraposición a lo que el ambiente nos ofrece. Lo hace el Espíritu no para condenar ese ambiente que asfixia, sino para que, con nuestro proceder de hombres nuevos, seamos capaces de de purificarlo y cambiarlo.

Junto a la realidad de la presencia íntima de Dios: “haremos morada en él” y el don del Espíritu, está la paz, el gran don del Señor Resucitado: “la Paz os dejo, mi Paz os doy. No os la doy como la da el mundo”. 

Los pueblos semitas se daban la paz en los saludos y despedidas. Paz que abarcaba todos los bienes y era sinónimo de felicidad. La paz de Jesús no se refiere a una prosperidad de carácter terreno. Se trata de su paz que llega a través de la comunión con El. Es una paz interior fruto de un limpio y buen corazón. 

Donde hay resentimiento, intolerancia y dogmatismo; desde actitudes de prepotencia, hostilidad y agresión, no se puede aportar la verdadera paz en la convivencia humana. Todos decimos desear la paz, la buscamos, pero no parece que seamos capaces de conseguirla. No hay paz porque faltan hombres y mujeres de paz, que posean la paz en su corazón, la lleven consigo, la comuniquen y la difundan. Se construye la paz cuando hay respeto y comprensión ayudando a acercar posturas y crear un clima amistoso de entendimiento, mutua aceptación y diálogo buscando siempre el bien de todos, no excluyendo a nadie, respetando las diferencias, fomentando lo que une, nunca lo que nos enfrenta. Sencillamente amando.

Esta paz es un don, un regalo que hay que acoger y sólo después contagiar y comunicar. Jesús nos da su paz. ¿Sintonizaremos con El para acogerla con gratitud y esperanza?