Solemnidad. La Ascensión del Señor.
San Lucas 24,46-53:
“Mientras los bendecía, se separó de ellos, subiendo hacia el cielo”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

Desde hace unos años la Ascensión del Señor no la celebramos en jueves, a los cuarenta días de la Resurrección, sino en Domingo. Creo que ha sido un acierto el situar en un domingo de Pascua la fiesta de la Ascensión. No es una fiesta aparte por una cronología mal entendida por lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles: “dejándose ver de ellos durante cuarenta días” (1,3). La Ascensión es el desarrollo, la culminación de la Pascua.

Bajo la metáfora de la ascensión de Jesús al cielo, se nos invita a celebrar con gozo un aspecto nuevo de la Pascua: la glorificación del Resucitado con la misma vida de Dios. Jesús, como hombre, entra en la plenitud de vida nueva que supone la resurrección. Es el nuevo Adán, el representante de la humanidad nuevamente creada; por eso eleva a ésta en su ascensión al Padre. Cristo no asciende El solo, sino que lleva consigo nuestra condición humana que asumió por la encarnación. Es una fiesta de glorificación de Cristo y también de gozo, esperanza y optimismo para nosotros, porque “ha querido precedernos como Cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino” (Prefacio de la fiesta).

El triunfo de Cristo es también nuestro triunfo. Tenemos, desde la fe, razones para vivir y amar, sufrir y esperar, contagiar entusiasmo y testimoniar que hemos sido liberados por Cristo, y que vale la pena ponerse a trabajar por un mundo mejor, más humano y fraternal. Por eso esta fiesta, si por una parte es exaltación de Cristo, por otra encierra una dimensión que nos compromete.

Los apóstoles le vieron levantarse, y miraban fijos al cielo. Pronto son alertados de que esa no es la actitud del discípulo de Jesús: “¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” (Act 1,11). Comienza el tiempo y la misión de la Iglesia: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Y vosotros sois testigos de esto”.

Creer en la Ascensión de Cristo es creer que la humanidad de Cristo, de la que todos participamos, goza de la plenitud de vida en Dios, lo que significa que el hombre tiene en Dios la plenitud de vida que tanto anhela. El cielo no es en realidad un lugar determinado. Es un estado, una vida en paz, plenitud y felicidad fruto de una comunión íntima con Dios, de la que podemos participar en la medida en que dirigimos nuestra vida hacia Jesús y nos vamos haciendo semejantes a El.

Dios tiene para los hombres un espacio de felicidad definitiva que Cristo ha abierto para siempre.
Esto puede, en este mundo en que vivimos, arrancar una sonrisa escéptica. Para el creyente es la realidad que sustenta al mundo y da sentido a la historia de la humanidad, lo que mantiene y alienta la esperanza. Esperanza que se sostiene en la medida en que se orienta nuestra vida hacia Jesús y vamos adentrándonos en El. La esperanza cristiana consiste en buscar y esperar la plenitud y realización total de esta tierra. Creer en el cielo, mirar al cielo, es querer ser fiel a esta tierra, porque el creyente espera un mundo mejor, no conformándose con este mundo lleno de odios, lágrimas, injusticia, mentira y violencia.

Celebrar la Ascensión del Señor compromete al creyente a trabajar, sin desmayo, por un mundo mejor. Quien no cree en la posibilidad de un mundo nuevo y feliz, libre de explotaciones y sufrimiento; quien no hace nada por cambiar nuestro mundo, no cree en el cielo, no puede celebrar la Ascensión del Señor.