Domingo XXXI del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Jorge Humberto Peláez S.J.

 

ü         El máximo enigma que intenta resolver el ser humano se centra en  la muerte:

 

o       Esta preocupación la tuvieron las tribus primitivas, las cuales enterraban a los suyos con alimentos, con barcas y con todo aquello que hiciera más llevadero su último viaje.

o       En nuestra época, la medicina ha tenido unos avances espectaculares, que han permitido derrotar enfermedades que eran letales; también ha aumentado la expectativa de vida así como la calidad de ésta.

o       Sin embargo, las preguntas sobre la muerte nos siguen martillando,  de la misma manera que lo hacían con las tribus primitivas:

§        ¿Qué experiencias  se tienen en ese supremo momento de la partida?

§        ¿Qué sucede después de la muerte: simplemente nos hundimos en la nada o hay una vida diferente?

 

ü        El evangelio de hoy, tomado de San Lucas, termina con una frase contundente: “Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos,  porque para Él todos están vivos”. Este texto de San Lucas ilumina el misterio insondable de la muerte y de lo que sucede después de ella.

 

ü        De manera muy breve, exploremos la forma como  Israel fue vivenciando esta problemática de la muerte:

 

o       Recordemos que Dios se fue manifestando poco a poco, pedagógicamente, al pueblo de Israel. En este largo proceso de la revelación, que tomó siglos, el pueblo escogido fue avanzando en el conocimiento del plan de Dios y, entre otros temas, fue comprendiendo lo que sucedía después de la muerte:

§        Por ejemplo, los Salmos expresan una gran confianza en Dios, quien no abandonará al justo al poder de la muerte.

§        Más adelante, en una época cercana a la venida de Jesús, se afirma claramente la resurrección de los muertos; esto aparece en el profeta Daniel y en el segundo libro de los Macabeos, que escuchamos en la primera lectura de hoy.

o       La creencia en la resurrección fue algo que el pueblo de Israel fue descubriendo lentamente y es el resultado de su proceso de maduración en la fe.

 

ü         Si nos trasladamos a los tiempos de Jesús, nos encontramos que esta creencia en la resurrección no era compartida por todos sus contemporáneos. El evangelio de hoy nos muestra dos grupos claramente diferenciados, los saduceos y los fariseos:

 

o       Por una parte, estaban los saduceos, quienes negaban la resurrección de los muertos.

o       Y en el otro bando estaban los fariseos, quienes creían en ella.

o       En este contexto de discusión apasionada entre los dos grupos se ubica la enseñanza de Jesús sobre el sentido de la muerte y sobre la vida después de la muerte.

 

ü        Con la venida de Jesús, con su muerte y resurrección, se llena de luz el tema de muerte, que siempre había significado oscuridad:

 

o       Recordemos que la vida de Cristo no terminó  el Viernes Santo. El proyecto de un Reino construido sobre la justicia y el amor no colapsó con la crucifixión. Cristo resucitado ganó la batalla contra la muerte. Y este triunfo no es sólo para Él, sino que ha sido una victoria para la humanidad de todos los tiempos. Con su muerte y su resurrección nos ha liberado de la muerte.

o       Mediante el bautismo, nosotros nos incorporamos a esta dinámica de vida y la alimentamos con la participación en los sacramentos.

o       Así como Dios Padre resucitó a Jesús de entre los muertos, podemos confiar que todos nosotros seremos tomados por las manos amorosas de Dios para compartir eternamente su compañía. Dios nos llama, nos acepta y acoge para siempre.

 

ü        Cuando observamos el mundo maravilloso en que vivimos, brota en nuestros labios un reconocimiento hacia Aquel que ha diseñado esta infinita variedad de formas, de colores, de sistemas solares, de posibilidades de vida... Es innegable la existencia de un Creador que ha puesto en movimiento el universo a partir del “big bang” o explosión en los orígenes de los tiempos, el cual  ha ido evolucionado a lo largo de millones de años.

 

ü        El Dios Creador, que pronunció una palabra de vida en los comienzos, también puede pronunciar una palabra eficaz ante la muerte. Por eso en el Credo que recitamos en la misa dominical empezamos reconociendo a un Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, y  terminamos esta profesión de fe reconociéndolo como el que da la vida después de la muerte. Dios es principio de vida al principio y al final: creando al comienzo y resucitando al final. Por eso San Lucas afirma en el evangelio de hoy: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos están vivos”.

 

ü        Los seres humanos experimentamos una enorme dificultad para hablar de la muerte, y de la vida después de la muerte:

 

o       Voy a ilustrar esta dificultad con algunos ejemplos: cuando hablamos de premio, miramos hacia arriba, y cuando hablamos de castigo miramos hacia abajo, como si premio y castigo se asociaran con lugares geográficos.

o       Con la muerte termina nuestra existencia en un espacio geográfico particular y dentro de un periodo de tiempo.

o       La resurrección no es un retorno a esta vida espacio – temporal; la misma expresión “después de la muerte” es inexacta porque en la eternidad no hay un antes ni un después.

o       La resurrección es una vida nueva que rompe las barreras del espacio y del tiempo, para adentrarnos en el ámbito incomprensible e inimaginable de la vida de Dios.

o       La resurrección es un acontecimiento de nueva creación que rompe nuestra última frontera o límite, que es la muerte, y con ella queda atrás el horizonte limitado y estrecho de este mundo histórico  para sumergirnos en esa otra dimensión que es Dios, lo cual escapa a toda posible descripción con nuestras torpes palabras humanas.

 

ü        Ciertamente, nos duele separarnos de nuestros seres queridos. Lloramos su partida. Pero la fe, que se apoya en la certeza de Cristo resucitado, nos enseña que ellos ya se encuentran inmersos en esa dimensión desconocida e infinita del amor de Dios. Desde allí nos apoyan intercediendo por nosotros; y allí nos esperan para compartir una felicidad que no conoce límites.