IX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 7, 21-27: Edificar sobre roca

Autor: Padre José Manuel Otaolaurruchi, L.C.

 

 

Quien ha tenido la experiencia de ver los estragos que puede causar el agua como el deslavarse de una montaña, la crecida de un río llevándose a su paso puentes, casas y ganados, o las terribles inundaciones producto de los maremotos, le resulta fácil entender porqué es necesario estar cimentado sobre roca para no sucumbir. 

¿Qué significa en el evangelio construir sobre roca? Pienso que la respuesta tiene dos caras.  

“Jesucristo es la piedra angular” (Hech. 4,11) sobre la que podemos edificar con seguridad nuestra vida. Hoy en día en que vemos que todo se muta, todo caduca, que todo marcha tan de prisa, todo parece tan relativo, necesitamos más que nunca certezas, hitos, mojones inamovibles sobre los cuales orientar nuestra existencia. Cristo con su resurrección abre una ventana a la eternidad y nos muestra cuál es el camino que hemos de recorrer. San Pablo lo entendió muy bien y por eso exclamó: “si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe y en consecuencia seguimos hundidos en nuestros pecados” (I Cor. 15,17) y con lógica aristotélica concluye más adelante que sin la certeza de Cristo, “comamos y bebamos que mañana moriremos”. Lo más sensato resulta tomarnos la vida muy en serio. El Papa Benedicto lo expresó magistralmente en su encíclica sobre la caridad cuando nos recuerda que la fe en Cristo no es una ideología o una filosofía sino el encuentro con una persona. Una persona capaz de colmar de dicha y felicidad nuestro corazón a pesar de las tristezas y males que entenebrecen el panorama humano.  

Ahora bien, “no todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el cielo”, acota Jesús, “sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo”. Obras son amores y no buenas razones, dice el refrán popular y es también válido para lo espiritual. La fe exige la correspondencia con las obras. La fe exige coherencia de vida. La fe en Cristo se traduce en todo un programa en donde no serán nuestras palabras, sino las obras quienes hablen por nosotros. El mismo Jesús lo explica con lujo de detalle en el capítulo 25 de san Mateo: “Venid a mi benditos de mi Padre, tomad posesión del reino porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo o en la cárcel y me visitasteis…” Reparemos que la auténtica felicidad está precisamente en el dar con alegría. Como me lo dijo un misionero: “El pago que recibo es la sonrisa de los niños. Por eso me empeño cada día en llevar un poco de consuelo a toda esta gente”.