XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 9:36 -- 10:8: La medicina de Dios

Autor: Padre José Manuel Otaolaurruchi, L.C.

 

 

La salud es sin duda un bien supremo que todos cuidamos e imploramos, pues ésta es una de las peticiones que no se puede omitir en las plegarias. Por recuperar la salud se consumen de golpe patrimonios atesorados durante muchos años de trabajo y esfuerzo. Las cuentas de los hospitales son exorbitantes y si no te mueres de la enfermedad, te mueres del susto al revisar la factura. Todo es tan caro que ya ni morir a gusto se puede, pues un sepelio te sale en un ojo de la cara.

¡Cuántos profetas de la salud aparecen en las zonas rurales prometiendo todo tipo de remedios! De joven leí un libro, que ya no recuerdo ni el autor ni el título, pero narraba la historia de dos médicos que en la ciudad se llevaron un gran fracaso. Así que decidieron internarse en un pueblo, pero no abrieron consultorio, sino cueva de brujerías. En realidad recetaban medicina conocidas, pero en forma de polvo, mezcladas con especies o hierbas. El éxito fue avasallador, se hicieron tan famosos que la gente de las aldeas vecinas madrugaba para ser atendidos por tan portentosos magos.

            El caso es que Dios dotó a la naturaleza de todo tipo de alimento para nutrir al hombre, y de remedios suficientes para sanarlos. También nos dio la luz de la inteligencia para perfeccionarnos en el campo de la medicina y aplicar terapias cada vez más probadas al grado de que hoy en día una cirugía es casi un milagro. Piensen, por ejemplo, en operaciones de cerebro o de corazón abierto.

            No obstante lo anterior, Dios también tiene su propia farmacia y ofrece sus propios remedios con copy right. Su medicina son los sacramentos, especialmente la confesión y la unción de los enfermos. La confesión no sólo alivia, sino que devuelve la vida de gracia, pues el pecado mortal se llama así, porque mata la vida del alma. Al mismo tiempo actúa como vitamina o proteína, pues fortalece la voluntad y la conciencia para alejarnos del mal y adherirnos al bien. La unción de los enfermos produce siempre la salud del alma, y la del cuerpo si es la voluntad divina. Recuerdo el de un niño de cinco años desahuciado con leucemia, que no reaccionaba a nada. Después de ungirlo gritó: ¡mamá! Ese niño actualmente tiene 16 años. ¡Cuántos testimonios de curaciones por efecto del sacramento! Y por si fuera poco, es totalmente gratuito. ¡No cuesta nada! ¿Será por eso que nos hemos olvidado de ella? A nadie le avergüenza descubrir al médico sus males, sabiendo que es un hombre limitado. Y ante Dios, que todo lo sabe, le ocultamos nuestros pecados sabiendo que tiene el poder para sanarnos.