XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
San Lucas 18,1-8:
Sin la mano de Dios

Autor: Padre José Manuel Otaolaurruchi, L.C.

 

 

Con la parábola del juez injusto, Jesús afirma que “Dios hará justicia a sus elegidos que claman a él día y noche y que lo hará sin tardar” (Lc. 18,7). Pero la experiencia general es que el Señor parece que tarda demasiado en atender nuestras peticiones. Si Dios nos concediera inmediatamente lo que le pedimos, los oratorios estarían tan atiborrados como un concierto de rock enfebrecido.

 

El silencio de Dios puede provocar que muchos desistan de la oración y con taimada apostasía, busquen otros caminos más eficaces como el recurso al dinero, el tráfico de influencias, el contubernio, la fechoría o las promesas jamás cumplidas.

 

De alguna manera podemos decir que Dios nos decepciona y nos sentimos defraudados porque no acude al clamor de nuestras necesidades. También la persona puede quedarse, en cierto sentido, desengañada de Dios, pero en el fondo es porque concibe su relación con él de una manera falsa y equivocada, en clave de intereses personales, de resultados o seguridades terrenas.

 

Me parece importante separar dos momentos en la relación con Dios: por un lado está el hecho de que Dios escuche y por otro la respuesta. Una cosa es que el niño pida un caramelo a su madre y otra el que se lo conceda.

 

¿Dios siempre nos escucha? Con el salmo 94 afirmamos que Dios escucha siempre nuestras plegarias, no se le escapa ninguna, Él sabe qué es lo que necesitamos e incluso, para nuestra humillación, se adelante pues sabe lo que nos conviene aún antes de que se lo pidamos.

“¡Comprended, necios del pueblo! Insensatos, ¿cuándo vais a ser cuerdos?

El que plantó la oreja, ¿no va a oír?; El que formó los ojos, ¿no ha de ver?

El que corrige a las naciones, ¿no ha de castigar?; El que instruye al hombre, ¿no va a saber?

Dios conoce los pensamientos del hombre, que no son más que un soplo”.

 

Si Dios escucha, entonces el problema está en que tarda en responder o no quiere actuar. Imagina un instante qué sucedería en el mundo si nos concediera todo lo que le pedimos. ¿Cuántos individuos desaparecerían en un segundo? ¿Cuántos se irían a la ruina como fruto de la envidia, el rencor o el odio? ¿Quién ganaría el mundial de fútbol o el sorteo de la lotería? ¿Haría frío o calor? Dios concede lo que nos conviene en orden a la salvación porque sus criterios e intereses son distintos a los nuestros.

 

El secreto está en pedir adecuadamente, no como el mal ladrón que increpaba a Jesús en la cruz para que lo librara del suplicio. A este no le hizo el menor caso, aunque sin duda lo escuchaba; en cambio, el buen ladrón que no pedía bajar de la cruz, sino que imploraba la misericordia de Dios, de inmediato escuchó la voz de Jesús que le dijo: “En verdad, en verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23,42).