Reflexiones Bíblicas
San Mateo 8, 1-4

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J   

 

En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente. En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". Extendió la mano y lo tocó diciendo: "¡Quiero, queda limpio!" Y en seguida quedó limpio de la lepra. Jesús le dijo: "No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés".

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Esta escena está separada de la anterior, como lo muestra la orden de Jesús al leproso: «Cuidado con decírselo a nadie», que resultaría imposible de colocar en un contexto de multitudes que siguen a Jesús (8,1). El leproso es el prototipo del marginado. La lepra, en sus múltiples variedades de erupciones de la piel, además de ser repelente por su apariencia, era considerada como causante de impureza religiosa; es decir, el hombre afectado de tal enfermedad no podía tener acceso a Dios. En Jerusalén, lugar del templo y del culto oficial, no tenían entrada los leprosos, que habrían impurificado la ciudad santa. Les estaba prohibido acercarse a los sanos. Este hombre, sin embargo, ve en Jesús la posibilidad de salir de su marginación y, contra lo que estaba mandado, toma la iniciativa y se acerca a Jesús, esperando de él la curación.

El término que usa, «limpiarse», tenía una triple acepción: 1) materialmente limpio o sucio; 2) médicamente limpio (de piel sana) o sucio (leproso); 3) religiosamente limpio/puro o sucio/impuro (aceptado o rechazado por Dios). Solamente las sacerdotes, mediante ritos en el templo, podían declarar al hombre libre de la impureza religiosa después de constatar su curación física. Al acercarse a Jesús, el leproso le pide sencillamente la salud.

Un israelita observante habría expresado su rechazo por el leproso, distanciándose de él por temor a contraer impureza. La Ley prohibía tocar a una persona impura (Lv 5,3), pues su contacto transmitía impureza (cf. Nm 5,2); según ella, Dios sancionaba la marginación. En lugar de rechazar al hombre, Jesús lo toca, violando la Ley; muestra así que en nombre de Dios no se puede marginar al hombre. El resultado no es que Jesús quede impuro, sino que el leproso queda limpio. La violación de la Ley ha permitido la curación del hombre; la Ley era el obstáculo que impedía la relación humana y la relación con Dios. Jesús distingue entre la impureza física (la enfermedad) y la religiosa, y no acepta la segunda. La enfermedad no separa al hombre de Dios, porque no viene de él ni es efecto de un castigo divino o maldición, como se pensaba en el judaísmo. Jesús no quiere que se divulgue la noticia. Recomienda al hombre que cumpla con los ritos de purificación, para que conste oficialmente su curación y pueda ser aceptado por la sociedad en que vive.

Jesús distingue, pues, dos aspectos de la Ley: uno religioso, que él no acepta ni respeta; otro social, como código de costumbres que organiza una comunidad humana; como tal, manda respetarla, para hacer posible la integración del hombre en su medio. Con su acción niega Jesús el valor religioso de las prescripciones de la Ley y relativiza las instituciones israelitas.

Este episodio puede relacionarse con el compendio hecho por Jesús de la moral del AT (7,12). Si la conducta prescrita por la Escritura puede resumirse en el buen comportamiento con los demás, caen por tierra todos los preceptos rituales. Nótese que antes del discurso no se mencionan leprosos entre los enfermos curados por Jesús (4,24).

El leproso es figura de todo marginado por motivo religioso.