Reflexiones Bíblicas
San Juan 3,16-21Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J
Evangelio:
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no
perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque
Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo
se salve por él.
El que cree en ÉL no será juzgado; el que no cree ya está
juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio
consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la
tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra
perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado
por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para
que se vea que sus obras están hechas según Dios.
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La razón de todo esto es el amor de Dios por la humanidad. Subraya
el texto hasta dónde ha llegado ese amor: Dios no se ha reservado para sí a
su Hijo único, sino que lo ha dado para que todo ser humano tenga plenitud
de vida.
De hecho, la denominación "el Hijo único" alude a la historia de
Abrahán, que llegó a exponer a la muerte a su hijo único o amado, Isaac (Gn
22,2). También Dios, por amor a la humanidad, expone al peligro de muerte a
su Hijo único, para que todo ser humano tenga plenitud de vida.
La única condición para ello es la adhesión al Hijo, que significa
la adhesión a todo lo más noble de la condición hunana. Dios no quiere que
los hombres perezcan, es decir, que acaben en la muerte, porque en él no hay
nada negativo. De hecho, Dios no se acerca al mundo en su Hijo para condenar
al mundo; no es un Dios airado contra el género humano: es puro amor,
pretende sólo salvar mediante el Hijo, es decir, comunicar a los hombres
plenitud de vida hasta superar la muerte.
En consecuencia, no hay juicio por parte de Dios;
ÉL no juzga. Es el hombre mismo el que, por su opción,
determina su suerte. Quien opta por la vida, que Dios ofrece en Jesús,
tendrá vida; quien rechaza la vida, firma su propia sentencia.
Dar la adhesión a Jesús como a Hijo único o amado de Dios (cf. Gn
22.2) equivale a creer en las posibilidades del hombre, viendo el horizonte
que el amor de Dios abre al género humano. Significa aspirar a la plenitud
que aparece en Jesús y ha sido hecha posible por ÉL,
modelo de los hijos de Dios que nacen por su medio.
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