En aquel tiempo,
dijo la gente a Jesús: "¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en
ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como
está escrito: "Les dio a comer pan del cielo."" Jesús les replicó: "Os
aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre
el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que
baja del cielo y da vida al mundo." Entonces le dijeron: "Señor, danos
siempre de este pan." Jesús les contestó: "Yo soy el pan de la vida. El que
viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed."
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La multitud comprende que Jesús se declara Mesías y, para darle la
adhesión, exigen un prodigio como los del antiguo éxodo, semejante al del
maná, el llamado pan del cielo. Oponen los prodigios de Moisés a la falta de
espectacularidad de la obra de Jesús. Exigen lo portentoso, lo que deslumbra
sin comprometer, en vez de lo personal, cotidiano, profundo y de eficacia
permanente.
El pan de Dios es cosa del presente y consiste en una comunicación incesante
de vida que Él hace al mundo. Como el maná llovía de lo alto, este pan baja
del cielo, pero sin cesar; y no se limita a dar vida a un pueblo; da vida a
toda la humanidad.
Jesús se había presentado como dador de pan; ahora se identifica Él mismo
con el pan (Yo soy el pan de la vida). Él es el don continuo del amor del
Padre a la humanidad.
Comer ese pan significa dar la adhesión a Jesús, asimilarse a Él; es la
misma actividad formulada antes en términos de trabajo (vv. 27.29). La unión
a Él comunica a los hombres la vida de Dios. Él es el alimento que Dios
ofrece a los hombres, con el que se obtiene la calidad de vida que los
encamina a su plenitud.