Reflexiones Bíblicas

Domingo XXII del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J

 

 

INTRODUCCIÓN A LAS LECTURAS

Deuteronomio 4, 1-2. 6-8; Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23

DEUTERONOMIO. La atención y el cumplimiento de las leyes que Moisés enseña al pueblo están estrechamente ligados a la posesión de la tierra donde va a vivir. 

Podría parecer que Dios toma una actitud egoísta o dictatorial: yo te doy esta tierra siempre y cuando cumplas lo que mando, de lo contrario te la quito; pues es mía y el que manda soy yo.

Esta sería una posible interpretación, pero ciertamente al margen de la tradición y la sensibilidad bíblica. El énfasis que se pone en la escucha y cumplimiento de la ley está, precisamente, en la visión positiva de la misma, en su grandiosa y generosa enseñanza. Como un padre educa a su hijo para que en la vida todo le vaya bien, así Dios instruye a su pueblo para que sepa conducirse convenientemente. Su Ley no son mandatos caprichosos; el Hacedor, que conoce bien su obra, enseña a sus criaturas la senda correcta. Así, estos preceptos y normas son sabiduría, inteligencia. Y Moisés la presenta como un don del que disfrutan los israelitas, y que envidian los otros pueblos. Los mandatos del Señor de Israel son justos, enseñan la justicia salvadora y benefactora de Dios. Ninguna otra nación ha recibido ni recibirá nunca un don tan precioso como éste.

Para la tradición bíblica, la ley divina no es una imposición dura de cumplir, sino un regalo, un don beneficioso, una luz para el camino, una guía para la vida.

MARCOS. La escena de hoy tiene especial significación para el hombre religioso, que se pregunta con sinceridad por lo que le agrada a Dios. El pueblo judío, con una gran experiencia espiritual a lo largo de los siglos, pensaba con relativa frecuencia, que el Altísimo se complacía con manifestaciones exteriores y buscaba agradarle con sacrificios materiales de todo tipo. 

Por eso ya los profetas habían criticado la religiosidad meramente externa y habían abogado por la interna, la que dimana del corazón. Jesús se encuentra en esa misma línea e incluso la radicaliza en un sentido más verdadero y pleno. Manteniendo el espíritu de la Ley, aboga sin dar lugar a malentendidos por la pureza interior, que se plasma en una vida moral conformada por entero de acuerdo con los designios divinos de salvación. A Dios le agrada la interioridad y desea la entrega del corazón, donde residen los afectos y los sentimientos, donde anidan la sinceridad y verdad humanas. No le gustan los actos externos que no dimanan de actitudes profundas de auténtica religiosidad.

Para el discípulo de Jesús lo impuro hay que identificarlo con los malos afectos, no con la suciedad corporal, puramente externa y sin consecuencias para la relación del hombre con Dios.

Dios quiere establecer su morada en el interior humano. La aceptación de la soberanía de Dios se da cuando el hombre le rinde pleitesía en el sagrario de su alma y somete sus malos impulsos al dominio de la voluntad divina, no cuando se presenta ante Él externamente limpio y con prestancia física.