Reflexiones Bíblicas
San Marcos 16,9-15

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J  

 

 

Jesús, resucitado al amanecer del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a anunciárselo a sus compañeros, que estaban de duelo y llorando. Ellos, al oírle decir que estaba vivo y que lo había visto, no la creyeron. Después se apareció en figura de otro a dos de ellos que iban caminando a una finca. También ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero no los creyeron. Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo: "Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación." 



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Como antes de resucitar, los discípulos tienen la mente obcecada: "teniendo ojos para ver, no ven, y teniendo oídos para oír, no oyen". Tendrá que venir el Espíritu y abrirles el corazón para que acepten la buena noticia de la resurrección, verdadera subversión del mundo, este "desorden" que llamamos "orden establecido": aquél que ellos creían un mortal entre los mortales, vive. Dios le ha dado la razón, confirmando de este modo que quienes se empeñaron en dejarlo encerrado en la losa del sepulcro, no tienen autoridad. Pues solamente tiene autoridad quien la utilizar para servir y dar vida y no para generar muerte.

Como Jesús hizo con el ciego de Jericó, imagen de los discípulos, será esta vez el Espíritu quien venga a abrirles los ojos a un nuevo mundo, a la sociedad alternativa que Jesús anunciaba, para que comprendan que el testimonio de los que han tenido la experiencia de Jesús resucitado es más que suficiente para adherirse a Él y que ya no hace falta ver para creer, sino abrir el oído y prestar atención a quienes siente vivamente que la Vida ha triunfado definitivamente sobre la muerte.

Ayer como hoy este mensaje es difícil de aceptar. El sistema mundano se encarga de mostrarnos cada día que, quien así piensa, termina mal. Exactamente igual que en tiempos de Jesús. A quien proclama que es posible la vida, cuando todo conduce a la muerte, tiene que pagar con su muerte el precio de dar vida a los otros. Así de trágico, pero así de maravilloso. Las palabras de Jesús siguen en pie: "Si uno quiere venirse conmigo, que reniegue de si mismo, que cargue con su cruz y entonces me siga; porque el que quiera poner a salvo su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por causa mía y de la buena noticia, la pondrá a salvo" (Mc 8,35-36). Es la gran paradoja. Para dar vida hay que dar la vida. Sólo queda lo que damos.

Cada vez que celebramos la Eucaristía, después de haber escuchado la Palabra salvadora de Dios y haber recibido a Cristo mismo como alimento, tendríamos que salir a la vida -a nuestra familia, a nuestro trabajo, a nuestra comunidad religiosa- con esta actitud misionera y decidida: aunque, como a la Magdalena o a los de Emaús, no nos crean. No por eso debemos perder la esperanza ni dejar de intentar hacer creíble nuestro testimonio de palabra y de obra en el mundo de hoy.