Reflexiones Bíblicas
San Juan 3,16-21

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J

 

 

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. 

El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios. 

COMENTARIOS

Este párrafo del evangelio ha sido con frecuencia mal interpretado. En él se muestra la imagen de un Dios, capaz de entregar a su Hijo único a la muerte para que la humanidad consiga la vida verdadera o definitiva. ¿Qué Padre estaría dispuesto a esto? me pregunto. No. La muerte de Jesús no es, en ningún caso, resultado expreso de la voluntad de Dios, sino de la tiniebla humana, del sistema judío y, en especial, de los sumos sacerdotes del partido saduceo que, aliados con el poder político romano y con la connivencia del pueblo, ajusticiaron injustamente al justo. Esta muerte no fue voluntad de Dios, sino más bien el resultado de la libertad humana –recibida ciertamente de Dios- que decidió amar las tinieblas a la luz; de esa libertad humana que, lejos del amor divino, decide con frecuencia condenar al justo y liberar al injusto. Ese justo que es descrito en el salmo 22 –salmo que el evangelista Marcos pone en boca de Jesús en la cruz- como un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo; que al verlo se burlan de él, haciendo visajes y meneando la cabeza. Ese justo –y hay tanto en nuestro mundo moderno- se siente acorralado por "un tropel de novillos, por toros de Basán, que abren contra él las fauces, por leones que descuartizan y rugen. Ese justo que se siente como agua derramada que para nada sirve, con los huesos descoyuntados e incapaz de moverse por sí mismo, como cera que se derrite, con la garganta seca como una teja, con la lengua pegada al paladar, apretado contra el polvo de la muerte. Ese justo que se siente acorralado por una jauría de mastines, cercado por una banda de malhechores que le taladran las manos y los pies pudiendo contarse todos sus huesos, que lo miran triunfantes mientras se reparten sus vestidos. La tiniebla hoy tiene a veces nombre de religión que fanatiza, de injusticia social que margina, de capital que priva a la inmensa mayoría de los seres de la tierra de una vida digna. Esto no lo quiere Dios y esto es lo que lleva a la muerte a tanta gente hoy.